Veinte años de gobierno del Partido Popular en Cádiz han dejado su huella. Por desgracia, no solo en su sentido más literario sino también en su sentido más literal, que tiene menos remedio. Un puñado de obras, de pretendida acción transformadora de la ciudad, ha sido bandera de los años de dominación pequeñoburguesa. El tercer acceso, el soterramiento, la avenida Juan Carlos I, la nueva estación de ferrocarril, el nuevo estadio… pueden ser las chinas más gordas de ese puñado, el top ten de la inversión pública en la ciudad, protagonistas de la propaganda institucional durante esas dos décadas y muestras más reconocibles de una supuesta nueva Cádiz que pretendían crear.
“Nosotros tenemos un modelo de ciudad”, me decía en una ocasión Ignacio Romaní, entonces concejal delegado de urbanismo. Como si Cádiz permitiera la aplicación de un modelo urbanístico ajeno al suyo propio. Por suerte no era para tanto, porque imponer un modelo a una ciudad suele ser sinónimo de acabar con ella. Suele conllevar la aplicación de un plan sistemático de voladura controlada del espacio urbano, de desmantelamiento de los procesos y relaciones que definen la ciudad como sistema con más ventajas que inconvenientes para la especie humana. Y si en 20 años no se produjo ese desmantelamiento es porque la aplicación de tal modelo no se ha producido en sentido estricto. No tanto porque no hubieran querido hacerlo, sino porque el carácter insular y la consiguiente ausencia de suelo en el entorno inmediato de la ciudad han dificultado la aplicación de las recetas propias de dichos modelos, basadas en la depredación sistemática de territorio. Algo que sí ha ocurrido en la práctica totalidad de las ciudades de nuestro entorno.
Así es que, más que un modelo de ciudad, lo que tenían era un modo de interpretarla, de entenderla —en realidad de no entenderla—, criterios y formas de hacer. Lo cual no significa que no haya habido daño y destrucción, que han sido constantes, pero no al menos de la forma irreversible que supone el desparramamiento ilimitado de la mancha suburbana. De otro modo, tras veinte años de aplicación del modelo, Cádiz sería irreconocible.
En esa forma de entender la ciudad, el espacio público adquiere la función principal de servir de superficie de rodadura y de aparcamiento para vehículos motorizados. El espacio público, que es la esencia del concepto de ciudad pues en él se desarrollan fundamentalmente las relaciones humanas que la definen como tal, ha ido perdiendo en Cádiz su función esencial. La gestión del espacio público ha pasado a ser la gestión del tráfico y el aparcamiento. Todo se pliega a ese objetivo.
Desde esa perspectiva, una actuación de mucha menor envergadura que las citadas al principio representa sin embargo como ninguna otra la forma de entender el espacio público y la ciudad que el gobierno municipal del PP impuso durante su mandato. Se trata de la pavimentación mixta, la creación de bandas de rodadura de asfalto entre el pavimento de adoquines, en la ronda perimetral del Casco Histórico. La justificación de tan imaginativo proyecto es reducir el ruido que generan los vehículos motorizados al circular sobre el empedrado y, a la vez, conservar dicho pavimento adoquinado por la protección patrimonial que presenta. El resultado es una calzada a rayas, que alterna franjas de adoquines y de asfalto —aunque mayoritariamente es asfalto—, debiendo coincidir estas últimas —aunque no siempre ocurre— con las rodadas de los vehículos de cuatro ruedas.
Analizado técnicamente, el proyecto puede parece un mero error. Una de tantas malas soluciones técnicas. Pues si la prescripción de la Consejería de Cultura era que el adoquinado se conservara, el resultado es que ha pasado a ser un mero relleno de los intersticios del dominante asfalto. La actuación no es más que un asfaltado en absoluto encubierto, que inexplicablemente la Consejería de Cultura ha aceptado como empedrado. Si el objetivo era que los automóviles rodaran sobre asfalto para reducir el ruido, el resultado es que ahora van más rápido compensando el menor ruido de la rodadura con un mayor ruido del motor. Incluso en algunos tramos, lo estrecho de la calzada hace que las bandas de asfalto hayan quedado tan pegadas a la banda de aparcamiento en cordón que los coches circulan por las bandas de adoquín, en lugar de por aquellas, para guardar la distancia de seguridad con los coches aparcados. Si pretendía ser “un proyecto integrado de desarrollo urbano sostenible” que contribuyera a “la regeneración económica y social de la zona e incrementara la calidad de vida”, como expresa el plan Urbana Cádiz que ha financiado gran parte de la actuación, el resultado es que la rigidez que se impone a la vía impide la adaptación de su sección a, por ejemplo, la inclusión de una vía ciclista. Algo tan simple como desplazar lateralmente unos centímetros los carriles de circulación para conseguir sección para un carril bici es aquí imposible sin remodelar completamente todo el firme.
Pero todo ha sido, sin embargo, una excusa y no un error, pues la reducción del ruido del tráfico se podría haber conseguido de forma mucho más barata y eficaz simplemente limitando la velocidad de circulación permitida, a 30 o incluso 20 km/h. Pero no, eso iría contra “nuestro modelo de ciudad”. Al contrario, lo que la actuación ha perseguido realmente es obtener una superficie de rodadura más cómoda para el automovilista, que el coche se deslice con suavidad a la velocidad apropiada, a la velocidad para la que fue construido, que no es 30 ni 20. Sin el molesto ruido de circular por empedrado, pero no el que se genera al medio sino el que se siente dentro de la cabina. Lo que se ha conseguido, como reconocen los técnicos municipales, es que los coches circulen a mayor velocidad. El objetivo ha sido asimilar lo más posible esta vía perimetral del Casco Histórico a una carretera de circunvalación, como las que la motorización ha impuesto en la mayoría de ciudades, aplicando un modelo de centro-periferia que a todas luces no pertenece a esta ciudad. En Cádiz, el Casco Histórico no es el centro, salta a la vista que no puede ser más excéntrico. No se puede llegar a él desde múltiples direcciones ni es necesario distribuir esos flujos mediante un anillo. Las bandas de rodadura son la aplicación más simple y sutil, pero a la vez determinante, de ese modo de entender la ciudad, pues consigue crear un elemento fundamental del modelo, la ronda de circunvalación, donde parecía físicamente imposible.
Las bandas de rodadura se extienden, a pesar del cambio de gobierno, como una alfombra desenrollándose que no alcanzamos a parar, para que el tráfico motorizado pueda seguir sitiando a la ciudad, con más facilidad si cabe, y penetrar en ella a su antojo. Es una forma de entender la ciudad, de no entenderla.
Fotografía: Antonio Luna del Barco