Ilustración: Pedripol
Los catalanes independentistas, dentro de su fracaso constitucionalmente moderado o su triunfo independientemente radicalizado, han conseguido algo que me duele infinito en mi corazón finito: han vuelto a Madrid un poquito facha. Así del día a la mañana, entre trapos de colores, balcones coercitivos y comentarios con desdén y desgana, como el que sí quiere la cosa de hacer de la vida un enfrentamiento absurdo y peliculero en el que siempre los humanos peones salimos y saldremos perdiendo. Divide y perderás, eso lo tengo claro. Yo que siempre he presumido de esta ciudad, que siempre la pongo de ejemplo de integración, amplitud de miras y modernidad castiza, yo que me río condescendientemente de los que dicen que Madrid es de derechas, que el Real Madriz, que el Tito Floren, que Ruín Gallardón, que si no me han pegado nunca los cabezas rapadas. Yo que me enfrento a los que la vilipendian por ser la patria rancia, oficial y centralista repleta de (malos) humos, obreros de Ciudadanos, prisas interesadas y besos de judas chulapos y chulánganos con acento cañí. Yo que siempre he dicho que “un carajo”, ahora es un carajo pa mí.
Y duele pasear o escuchar las conversaciones en un autobús casi vacío, es duro desayunar en un bar con la tele encendida y el corazón apagado, es triste mirar hacia las ventanas y ver una bandada de banderas que nunca me representaron y, por este camino, nunca me representarán. Y eso que yo soy español (español, español), de Cádiz y de (Manolito) Santander. Y bastante de Madrid, aunque en años como este se me ponga cuñada e insoportable. Pero ese trapo arrojadizo contra cualquier tipo de libertad, humanidad y concordia, esa enseña antigua y peligrosa, con un toro o un águila, con un escudo o un silencio, solo sirve para celebrar que esta vez no perdimos el mundial o, en versión correa o cadena, que tengo un perro que si pudiera hablar diría cosas como “yo estoy a favor de que el que quiera tenga derecho a hacer huelga, pero ¿qué pasa con el derecho de los que no queremos a hacer huelga?, guau”.
Pues Madrid se llenó de banderas y a mí el corazón se me llenó de harapos. Banderas como las que sacaron en el Ayuntamiento Romaní, Colombo, Pepe Blas, Teófila y otros abanderados de la democracia, la legalidad ajena, el beneficio político (peor para todos mejor para mí) y el insulto desaforado para retratarse a uno mismo. Banderas como las que hacían el ridículo en las multitudinarias manifestaciones de Vox de entre 3 y 5 personas en Cádiz y San Fernando. Banderas como las que saca al balcón el más tonto de mi barrio o como las que llevan en Valencia los de la ultraderecha que golpea impunemente las tripas de un país que lleva años entre la cagalera y el estreñimiento. La mismita bandera
De momento, un carajo pa mí y para mi confianza en el ser humano del territorio español. Un carajo pa Madrid y un carajo para no sé qué del Llobregat, por ejemplo. Yo, por mi parte, en cuanto tenga nietos, después de tener hijos, les diré que no hay mejor bandera que un papel de estraza manchado de aceite de churros o de chicharrones.