Mientras veía el documental “Los mejores saques de banda del Mundial”, que echaban entre partido y partido, le daba vueltas a la idea de que sin patriotismo el fútbol pierde mucho. Los goles son el condimento ideal para tragar banderas.
Algo que viene amplificado por el fanatismo con que se emplea, en general, el periodismo deportivo en uno de los más groseros ejercicios de propaganda, enajenación y fomento del consumismo.
El fútbol o el water polo sobre patines se presenta como un asunto de interés nacional y se hace un esfuerzo en poner en juego el orgullo de toda una nación: “Lo bien que lo están haciendo los nuestros” o “Nuestros representantes superan la eliminatoria”. Nuestros representantes pueden conformar, en el mejor de los casos, una confusa panda de mercenarios que tributan en otros países por sus ganancias millonarias…
Pero no importa, el patriotismo es ciego: en el primer siglo de nuestra era, Plutarco ya se burlaba de los que defendían que la luna de Atenas era mejor que la de Corinto. No aprendimos nada, pues en el siglo XVII, Milton notó que Dios tenía la costumbre de revelarse primero a los ingleses.
Llegados a hoy, tampoco: el patriotismo deportivo, además de ciego, se ha vuelto estúpido. No hay más que oír el tono gritón de esos comentaristas que retransmiten como si los oyentes fueran sordos. Y es que la retransmisión deportiva se narra como una epopeya con un trasfondo, donde el buen nombre de la patria está en juego. Veamos, si el atleta español va el último, se dice que “está luchando por el séptimo puesto”. Si fatalmente resulta eliminado, se justifica con que “ha batido su marca personal”, y si ni siquiera eso, se recurre al “buen papel de nuestro representante”.
Los deportistas españoles son españoles y mucho españoles, aunque hayan nacido en Cuba, tengan inequívocos rasgos asiáticos o se llamen Johann, que ya le pondremos “Juanito”. Ahora bien, se resalta que los otros países recurren a fichajes con los que se sugiere que pueden obtener ventaja. Así es posible escuchar: “El congoleño Andakenó que corre bajo pabellón holandés…”.
Por cierto, la nacionalidad de los árbitros desempeña un importante papel en el universo del patriotismo deportivo: “Como era de esperar, el colegiado holandés no ha visto la clarísima falta que han hecho al jugador español”. Así nunca cae en el olvido el viejo recurso de que existen naciones que le tienen una tirria ancestral a nuestro país, y los árbitros se aprovechan de eso para pitar inexistentes penaltis y perjudicar a España…
Pero, al fin y al cabo, es lo que el espectador espera y lo que en definitiva da audiencias, bien sea tenis, automovilismo o fútbol. Ya que los espectadores no podemos participar, ni siquiera influir, lo que nos queda es identificarnos con unos colores bajo la bandera del patriotismo.
Y para esa identificación, el lenguaje utilizado en absoluto es inocente. Es la metáfora bélica como sublimación de una guerra en pantalón corto, para defender “el prestigio de nuestro país”: posición de tiro, abrir brecha, zona de peligro, disparo, pólvora mojada, contienda, cañonazo, fusilar al portero, se ataca, se contraataca… El lenguaje bélico es el vehículo perfecto del patriotismo en la crónica futbolera. Grandilocuente, a menudo irrespetuoso con el adversario y en ocasiones sexista.
Es muy extraño encontrar rasgos de modestia y sencillez en el universo fútbol. Así, es una rareza el himno del Cádiz C.F. que dice: “El Cádiz llegará a ser campeón”. Llegará, sólo llegará, apenas se ve próximo, pero algún día tal vez… No ofende y es realista.
Y voy a terminar, porque ahora ponen otro partido y después un documental que parece interesante: “Jueces de línea legendarios”.