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Javier benítez

Fotografía por Jaime Mdc

Las personas que vivimos en ciudades hacemos pipí y caca. Si negamos esta evidencia no disponiendo lugares donde hacer pipí y caca, las personas tenemos dos opciones: hacer pipí y caca en mitad de la ciudad o hacer pipí y caca en un bar, tienda, estación, etc. Quitando a los cuatro guarros que aún teniendo un wc al lado prefieren ensuciar la calle, a la inmensa mayoría nos produce cierto malestar e incluso estrés tener que localizar un váter como si fuera una cabina de matrix. Es un tema aparentemente tonto y banal, escatológico o más bien escatoilógico, pero no tener dónde satisfacer nuestras necesidades fisiológicas no va a hacer que nuestra especie evolucione hasta desarrollar una vejiga del tamaño de un balón de Nivea. El «homo meapocus» no va a existir. Nunca he entendido el silencio en torno a este asunto, ¿qué es de peor educación?, ¿hablar del tema o no afrontarlo?.

Las sociedades más avanzadas lo son entre otras cosas porque solucionan cuestiones vitales para sus miembros haciendo su vida más fácil y cómoda. ¿Tan difícil es?. He tenido la suerte de hacer pipi y caca en otras ciudades del mundo y aunque he visto de todo, me quedo por supuesto con lo bueno. No sé cómo estará ahora, pero hace años hacer pipi en Venecia era tan agradable como pasear por sus calles y canales. Tenía un precio, eso sí. ¿Pero cuántas veces me habré tomado en Cádiz un café sin ganas por aliviar otras ganas?, ¿acaso no es eso más caro?…y más sucio. Porque aunque parezca contradictorio, nuestra superdesarrollada normativa urbanística obliga a ciertos establecimientos a contar con baños perfectamente accesibles pero es bastante más laxa en cuanto a velar por su limpieza. El resultado es que a veces entras en bares cuyos baños no tienen ni una sola barrera arquitectónica pero en cambio cuentan con otro tipo de barreras infranqueables; sobre todo si vas en chanclas. Aquella vez en Venecia me dejé unos dos euros al cabo del día, pero en los baños que entré había siempre alguien de mantenimiento que los tenía como una patena. ¡Ah!, ¡y había papel!, ¡y jabón!, ¡y no tenías que secarte las manos en los pantalones o aprovechar su humedad para peinarte!…    En otra ocasión, cerca de Hamburgo, me dio un apretón de aguas menores. Era una ciudad pequeña, como Cádiz, y al estrés  mingitorio exportado que llevaba conmigo se unía el hecho de no saber ni papa de alemán. Bueno, «miento», sabía decir buenos días y pedir una cerveza así que dejé a mi familia en la calle y salí corriendo a buscar un bar…

– guten morguen, ain biar

El camarero me sirvió una jarra de medio litro y no pareció extrañarse de mi petición a pesar de ser poco más de las nueve y media de la mañana. – Cómo son estos alemanes, pensé,

seguro que desayunan cerveza con churros… Acuciado por la necesidad que hasta allí me había guiado me la bebí casi entera a toda prisa. Al terminar le di al camarero un billete de cinco euros del que no recibí vuelta alguna; pero no quería discutir, quería mear; soñaba con mear y sentir el placer del alivio. – ¿Toilet?, pregunté en un perfecto francés de Cádi-cádi,

– jier kaine toileten, di toileten is in der nosequé, me dijo el nota negando con la cabeza y señalando con el dedo hacia la calle. – ¡Por favor!, ¡plis!, ¡por tu madre!, ¡que me acabo de jincá medio litro de cruzcampen!, le insistí desesperado agarrándome mis partes y moviendo las piernas como hacía mi hijo de cuatro años.

– jier kaine toileten!, di toileten is in der nosedónde!, me gritó exaltado señalándome la calle. En una fracción de segundo salió de la barra y vino corriendo hacia mí. – Ya la hemos cagao, pensé, – pero no meao, añadió mi yo interior. Salí huyendo a toda prisa, pero el camarero me persiguió calle abajo. Pasé junto a mi familia descompuesto sin poder explicar nada. Mis hijos empezaron a llorar y mi mujer a gritar cuando estuvieron a punto de ser absorbidos por la estela que dejó el hamburgués al pasar corriendo a su lado. Parecía una escena de Micción imposible. De repente frenó en seco ante una cafetería y comenzó a gritar señalando al interior: – jier!… Toileten!, jier!… Jamás me hubiera acercado si no hubiera escuchado la palabra «toileten». Aún recuerdo aquel alivio… Muchas veces lo que más esfuerzo requiere es lo que más se disfruta. Al salir de la cafetería el alemán me esperaba junto a mi familia. Estaban riendo a carcajadas acompañados por dos policías y unos cuantos transeúntes. Entre todos nos explicaron que allí no todos los bares tenían baño y que lo que hacían para dar ese servicio a los clientes era ofrecer el de algún establecimiento del entorno que sí tuviera. Tener wc era un valor añadido para el local, no una obligación. Aquí, donde es obligatorio tenerlo, el valor añadido y que pocos añaden, es que esté limpio. Y había que ver esos baños alemanes, relucientes, bienolientes, cómodos, agradables. Pero no solo porque los usuarios al verlos limpios los cuidaran más, sino también porque siempre tenían a una persona en la puerta cuyo trabajo consistía en eso, en que diera gusto aliviarse, sin estrés. A cambio de una propina lo mantenían en perfecto estado de revista así que podían usarse sin necesidad de tomar un café, pedir el favor a cambio de una mala cara o jincarte medio litro de cerveza.

No creo que aquí los bares deban tener la responsabilidad de cuidar nuestras vejigas. Servicios y fuentes públicas son más necesarios aún en nuestras ciudades donde pasamos mucho más tiempo en la calle que en otros lugares con peor clima; mientras falten, la ciudad estará incompleta, por terminar. Pero claro, si no vemos la calle como parte de nuestra casa…

Siempre que viajo pienso que Cádi es lo más bonito del mundo, pero cuando me encuentro estas cosas pienso: a ver cuando llega allí esta moda. Y del pipí de los niños y los perros… pufff, mejor otro día, que voy al baño. Alíviense (donde puedan).

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