Fotografía: Africa Mayi Reyes (CC BY-ND 2.0)
Tres gritos de gol muertos antes de nacer.
Tres puñaladas de hielo en la parte amarilla de mi corazón.
Tres miradas de decepción entre los tres socios que compartimos grada cada semana.
Tres, tres, tres.
Como los adjetivos con los que Azorín vestía a los sustantivos.
Como las hijas de Elena.
Como “Los Panchos”.
Tres penaltis falló el Cádiz en el partido de esta noche ante Osasuna y es imposible no sentirse abrumado por esa circunstancia anómala y grotesca, que marcó el partido como el hierro candente al lomo de una res.
El encuentro se esperaba con expectación e inquietud. El equipo navarro, recién descendido, ha fichado bien y está cuajando un excelente inicio de temporada. Los cadistas tenían en mente la dura derrota de Lorca y la ominosa sensación de que algo podía estar empezando a torcerse. El partido ante los rojillos sería la piedra roseta que revelaría nuestro verdadero estado futbolístico.
Iba a iniciar este párrafo diciendo que la cosa no pintó bien desde que empezó a rodar el balón, pero es que rodar, lo que se dice rodar, rodó poco. Los saques en largo de Cifuentes, los pelotazos sin sentido de Servando, los intentos bombeados de Carpio, los cabezazos de Garrido… El balón surcaba el espacio aéreo del estadio zarandeado por un viento racheado que impedía cualquier atisbo de coordinación.
El Osasuna, por su parte, tampoco hizo mayores méritos. Cargó el juego por su banda izquierda, donde Fran Mérida y Torres intentaban progresar sin excesiva fortuna y se mostró relativamente seguro en defensa. Poca cosa.
Y entonces, en medio de aquel fútbol olvidable, el primer estruendo.
Tras detener un córner, el guardameta Herrera se disponía a sacar de puerta. Sin más razón aparente que la enajenación transitoria, decidió derribar a Servando de un codazo. El árbitro solo le amonestó (interpretando de manera benévola la nueva norma) y decretó el correspondiente penalti. Aitor chutó fuerte pero sin colocación y Herrera se colgó su primera medalla.
De ahí al descanso, la inanidad. Ni Rubén Cruz ni el propio Aitor aportaban nada en ataque más allá de sudor y kilómetros y los intentos de Salvi no bastaban. Barral, desasistido, fue irrelevante.
Comenzó el segundo tiempo y todas las miradas estaban puestos en la banda, lo que no dejaba al once en buen lugar: Alvarito calentaba. La grada recobró la esperanza cuando el extremo saltó al campo, pero ¡ay!, en esta ocasión la esperanza fue una interina a la que se le acabó pronto el contrato.
Sea como fuere, los primeros minutos del utrerano transmitieron cierta electricidad. La línea de presión se adelantó unos metros y se generó alguna que otra ocasión.
Y de repente, el segundo estruendo.
Barral aprovecha un balón largo de Brian para ganar la espalda de Aridane. El canario llega un segundo tarde y derriba al ariete, que agarra el balón en un gesto inequívoco: este lo tiro yo. El disparo, esta vez a la derecha del portero, le sirvió a Herrera para colgarse su segunda presea.
Y entonces llegó el tercer estruendo, el más inesperado: el colegiado Cuadra Fernández, mandó repetir la ejecución por invasión del área. Era cierto, pero una decisión tan desacostumbrada provocó un tumulto, casi una revolución de los osasunistas. Tal vez Herrera, ascendido a general por méritos de guerra, la acalló con un gesto inequívoco: no os preocupéis chicos, ni aunque me tirasen cien veces…
Barral cambió el lado y mantuvo la altura. El guardameta se venció a su izquierda demasiado pronto pero tuvo los reflejos suficientes para detener el tiro a mano cambiada: la tercera medalla de Herrera brillaba en su pecho gracias a su intervención más meritoria.
El Cádiz, aturdido e incrédulo, arrojó la toalla.
Los goles del Osasuna, que evidenciaron nuestra fragilidad, fueron seguramente inevitables (y ahora no hablo de fútbol sino del destino): negar el gol tres veces es un pecado mortal penado con la derrota.