Fotografía: Africa Mayi Reyes (CC BY-ND 2.0)
Mientras caminaba de vuelta a casa, levemente apesadumbrado por el empate sin goles ante el Rayo y sintiendo en mi espalda el aire frío que marcaba el final del veroño, una idea me cruzó la sesera: el Cádiz, en cierto sentido, es un equipo para niños.
Me explicaré.
Aventuro, sin temor a equivocarme, que a usted le gusta el cine: los giros de guion, los diálogos originales, los desenlaces sorprendentes. Pocas cosas son comparables a disfrutar por primera vez una buena película y aunque muchas merecen revisitarse, el segundo visionado se encuentra irremediablemente lastrado por el tedio de lo ya conocido.
Sin embargo, en los niños el mecanismo es el inverso. Si algún título les gusta, adoran verlo repetido una y otra vez, y otra vez, y otra vez… hasta aprenderse de memoria todas las secuencias. Seguro que los psicólogos le han encontrado una explicación al asunto, pero no estoy de humor ahora mismo para buscarlo en internet.
Imagino que ya vislumbran la conclusión. Los partidos del Cádiz durante estas últimas ocho jornadas son una constante repetición que haría las delicias del infante más exigente: el arranque esperanzador, la lesión muscular del jugador de turno, la ocasión fallada, el bajón físico, el final angustioso, el empate considerado como mal menor…
Y es cierto que hoy, a ratos, el equipo no ha jugado mal.
Que durante un buen trecho del primer tiempo las líneas estaban juntitas, la presión alta y el ánimo ligero.
Que a veces se adivinaba una sonrisa en Álvaro o Salvi cuando veían que quien les surtía de balones era Álex Fernández.
Que Abdullah –hasta su lesión- y José Mari eran eficientes en el corte y confección.
Que el Cádiz, en fin, no deslumbraba pero cumplía.
Sin embargo en el minuto 39 tuve una revelación: no ganaríamos.
La jugada era aparentemente anodina. El central rayista Dorado intentaba sacar el balón, presionado por Barral. De repente el defensa se trastabilló y el delantero gaditano le arrebató la pelota con el ímpetu del que se lleva el último chicharrón del plato. Le bastaron dos zancadas para plantarse solo delante del meta, pero una vez allí confirmó que ha perdido el ángel: en lugar de fusilar prefirió regatear y en el gambeteo se evaporó la oportunidad.
Llámenme gafe o agorero, pero la revelación fue de tal nitidez que vi el resto del partido con total tranquilidad. Tanta, que ni siquiera me inmuté cuando, ya en el segundo tiempo, Perea –que había sustituido a Abdullah- robó un balón y habilitó con calidad a Alvarito. El utrerano desbordó al portero pero su disparo a puerta vacía se encontró con el lateral de la red. Se cumplía el guión, esta secuencia ya me la sabía. Y lo peor es que también sabía lo que vendría después.
A partir del minuto setenta el equipo comenzó a descomponerse. Víctimas de una pájara colectiva, los jugadores comenzaron a moverse con la lentitud de un juguete con las pilas gastadas. Las tres líneas ordenadas y juntitas del primer tiempo se convirtieron en un batiburrillo caótico. Los balones divididos eran siempre para los visitantes, que o bien llegaban antes o bien ganaban el duelo individual. El orden, en fin, desapareció, y sin él el Cádiz es una escuadra vulnerable, vulgar. El último tramo del partido lo vivió la grada con la angustia del que observa a un equilibrista beodo sobre el alambre: temiendo por su vida.
Afortunadamente el Rayo tampoco tenía su día y sus acercamientos eran más por inercia que por convicción (si exceptuamos un gol de Trejo en posición dudosa que pudo suponer el golpe de gracia). El partido acabó como empezó y todos (casi) contentos.
Releo lo escrito y no sé si he sido del todo justo. Quizá hoy estuvimos más cerca de ganar que otras veces, como dijo Cervera. Quizá solo faltó un poco más de acierto. Quizá hubo detalles esperanzadores (hay mucho fútbol en el centro del campo que terminó hoy el partido). Quizá el desfondamiento físico es consecuencia de la carga de trabajo que dará frutos más adelante. Quizá.
Son muchos quizás pero estoy dispuesto a concederle a los amarillos el beneficio de la duda. Sea como fuere, urge que el guionista se esmere y que los próximos capítulos contengan alguna sorpresa: al fin y al cabo, los niños ya tienen a Pixar.