Fotografía: Africa Mayi Reyes (CC BY-ND 2.0)
Hay partidos que se ganan con goles y buen fútbol dejando en el alma el gustirrinín propio que generan las cosas bonitas: una bicicleta reluciente, un arco iris semicircular, un huevo frito con cebolla.
Hay otros que no.
Hay otros que se sacan adelante con el esfuerzo del minero y las dificultades del mileurista: venciendo obstáculos sin cuento, trocando talento por sudor, invocando –como último recurso- a los dioses o a la fortuna.
Así ha sido la victoria del Cádiz ante el Granada en este gélido día de Reyes: una victoria corta, sufrida y tal vez injusta, pero si asumimos con naturalidad que la vida no es justa… ¿qué le vamos a pedir al veleidoso fútbol?
El partido nacía marcado por las ausencias gaditanas (también a los nazaríes les faltaba Machís, pero me centraré en lo mío). La media docena de bajas convertían a la alineación en el resultado natural de los descartes, con poco margen de maniobra para las estrategias de Cervera: jugaban los que estaban sanos.
Tras el minuto de silencio por el histórico jugador cadista Acedo, el balón comenzó a rodar, y a fe mía que lo hacía sin excesiva brillantez. La presión, las marcas férreas y las imprecisiones convertían el encuentro en una sucesión de duelos individuales, de guerrillas aisladas carentes de un plan maestro. El partido, huérfano de fluidez, se atascaba en un bosque de piernas entrechocadas.
Con todo, fueron los granadinos los que le tomaron antes la temperatura al choque. Amparados en la energía de Kunde (rocoso, tenaz, duro hasta la ilegalidad) crearon cierto peligro que Cifuentes atajó con solvencia. El Cádiz no era capaz ni de robar con intención ni de retener la pelota más allá de un suspiro, con lo que la sensación de agobio creció.
Duró poco.
Apelando a la receta habitual (velocidad, contragolpe) los amarillos consiguieron desperezarse utilizando las bandas. Y en una falta lateral (provocada y botada por Salvi) llegó el único tanto del encuentro: Keco se elevó por encima de Chico batiendo al veterano Javi Varas.
Espoleado por las endorfinas que todo grito de gol genera, el Cádiz ofreció los mejores minutos del partido: robos en zonas peligrosas, verticalidad, ocasiones. Parecía que el encuentro cambiaría definitivamente de signo, pero resultó ser una ilusión temporal. Un poco antes del descanso, y tras un doble fallo de la zaga local, Joselu se encontró solo ante Cifuentes. Optó por una solución alambicada (la vaselina) que ofreció al portero otra ocasión para su lucimiento (y no sería la última).
Tras el descanso, el Granada perseveró en sus intenciones atacantes. Ante un Cádiz timorato y fallón, adelantó líneas y apostó decididamente por la victoria, con más fe que acierto. El peruano Peña – el mejor de los visitantes- disparó un par de veces desde lejos, astillando el larguero en el segundo intento. El horizonte se llenaba de nubes negras y Cervera buscó soluciones en el banquillo: Barral sustituyó a Romera (no fue una buena idea, pero entonces no lo sabíamos).
Oltra respondió poniendo sobre el césped todos los atacantes que tenía. Uno de ellos, Rey Manaj (apropiado nombre para un 6 de enero) tuvo una ocasión pintiparada que Cifuentes (de nuevo) desbarató. Desde mi perspectiva de hincha, los minutos –plomizos, morosos- se resistían a pasar. Para incrementar la angustia, Barral decidió autoexpulsarse una vez más (alguien debería hablarle de las bondades de la valeriana). Y ya todo fue achicar agua con las manos, sortear la tormenta sin hundirse.
Decía antes que el tiempo parece que no pasa, pero sí. El cronómetro llegó al 95, el árbitro silbó tres veces, el partido acabó.
Cervera dijo en rueda de prensa que estos partidos, ante rivales de mayor presupuesto, se juegan como se puede y no como se quiere. Tiene razón. El Cádiz jugó como pudo, ganó como pudo y, ante la catarata de ausencias, poco hay que reprocharle.
Y qué diantres: un marcador favorable no deja de ser, a su manera, una cosa bonita.