Fotografía: Africa Mayi Reyes (CC BY-ND 2.0)
CÁDIZ 1 – 1 LUGO
Sentemos una premisa previa: de las cosas menos importantes, el fútbol es la más importante de todas.
Si aceptan esta máxima (que no es mía, claro, sino del prestigioso filósofo Jorge Valdano) entenderán el extraordinario impacto emocional que sobre cualquier aficionado ejercen los goles postreros. Y es que los goles postreros son al fútbol lo que los finales inesperados al cine: el trineo ardiendo de “Ciudadano Kane”, Bruce Willis tomando café con San Pedro. Además, el efecto anímico (morrocotudo, ya lo dije) es doble y de signo contrario: enardecedor en el bando que marca, desmoralizante en el que encaja.
Pues bien, hoy al Cádiz le ha tocado transitar por el lado oscuro de la vida. Corría el minuto 86 cuando Christian Herrera remataba a gol demasiado cerca, demasiado solo, tras un despiste de la zaga gaditana a la salida de un córner. Significaba el empate del Lugo y ya todo fueron manos sobre la cabeza, muecas de desaliento, miradas de incredulidad y tristeza.
Me refiero a los cadistas, claro.
En la grada de preferencia había un aficionado del Lugo, solitario y frágil, una isla blanquirroja rodeada de cemento. Mentiría si dijera que reparé en él tras el tanto de Herrera (bastante tenía yo con lo mío) pero él solito acaparó toda la alegría del postrero gol lucense, sin otro paisano con el que abrazarse. Qué envidia.
El caso es que hasta ese momento, el partido merecía otro titular. Eugeni, el chico nuevo, se había metido al Carranza en el bolsillo con un gol de bandera. Recibió cerca de la frontal y batió a Juan Carlos con un trallazo potente y colocado. El tanto desatascó un partido romo y sin brillo, marcado por el frío, la ausencia de Alvarito del once y las lesiones: Abdullah y Brian tuvieron que abandonar el verde ayudados por los servicios médicos.
Entre unas cosas y otras –el aire gélido, los parones- al encuentro le costaba coger velocidad de crucero y avanzaba a espasmos, como un renacuajo asustado. Durante el primer tiempo las ocasiones de gol fueron escasas y no excesivamente claras. El Lugo, basado en la profundidad de sus laterales Leuko y Kravets, solo inquietó a Cifuentes en algunos centros y en un disparo lejano de Fede Vico. El Cádiz, por su parte, respondió con un potente tiro de Oliván y con un remate de Aítor a pase de Salvi. A falta de Alvarito, el extremo sanluqueño percutió una y otra vez por su banda, tan insistente como un comercial de Jazztel.
No ofreció el Cádiz una imagen excesivamente lúcida en el primer tiempo. Ayuno de robos y contragolpes (el Lugo no arriesgaba el balón en zonas peligrosas) su ataque posicional desembocaba en un sobeo del balón lento e insulso. Como a los gallegos tampoco les sobraba claridad el primer tiempo fue concluyendo como terminan las cosas anodinas. Diríase que el Lugo y el Cádiz parecían un matrimonio viejo y rutinario: ni sufrían ni disfrutaban en exceso y se conformaban con ver pasar el tiempo.
Durante el descanso el frío castigaba a los esforzados espectadores y yo me entretuve en mirar los potentes focos del estadio. En algunos, la brillante luz blanca de algunas placas encendidas contrastaba con el negro de otras, apagadas quien sabe si por avería o ahorro, confiriendo al conjunto la extraña apariencia de una dentadura mellada.
En la reanudación, el guión se mantenía sin muchos cambios. El Cádiz se mostraba relativamente sólido atrás (aunque Cifuentes tuvo que salvar un cabezazo a bocajarro de Romero) y sin muchas ideas ofensivas. Álex se ofrecía procurando hilvanar el juego pero faltaba un punto de imaginación o de frescura.
Hasta que precisamente Álex encontró a Eugeni en la frontal. Y ocurrió todo lo narrado: su gol, la alegría, la esperanza, el postrero gol del empate lucense, la frustración amarilla.
Y sí, el impacto emocional es grande, claro, pero afortunadamente es efímero. Porque el fútbol es importante, qué duda cabe, pero es solo la más importante de las cosas menos importantes.
¿O no?