Fotografía: José Manuel Valentín Donda
En el imaginario colectivo hay virtudes que brillan más que otras: la genialidad por encima de la constancia; la inteligencia por encima de la voluntad. Por alguna razón evolutiva que desconozco -¡biólogos, ayudadme!- nos seduce el encanto de lo imprevisible, el olor penetrante de la sorpresa.
Tal vez sea esa una de las razones por las que el Cádiz de esta temporada, ese Cádiz llamado a eludir el descenso y que ha terminado peleando por subir a la liga más importante del mundo, haya concitado tan pocos elogios. No es un equipo que enamore, es cierto. No destaca por su fútbol deslumbrante ni ofrece excesivo material para los resúmenes deportivos pero es un equipo honesto, fiable, consistente (añadan aquí el adjetivo anodino que prefieran). Tan predecible como un calendario, sí, pero ahí radica su mérito: siendo conocidas –hasta la saciedad- sus virtudes, las ejecuta de manera tan eficaz que sus rivales se ven incapaces de neutralizarlas.
Y qué diablos: también es predecible el postre tras el almuerzo, o las vacaciones en verano, y lo disfrutamos igualmente. No nos pongamos estupendos.
Hoy saltaban al verde del Carranza dos equipos que parecían homenajear una vieja película de Manolo Summers, Del rosa al amarillo. Los tinerfeños, con su rosácea camiseta, se vieron superados por los de Cervera desde el pitido inicial. ¿Quieren que les hable de tácticas, de estrategia? Pueden acudir a cualquier partido anterior: presión, robo, velocidad. El Cádiz, ya digo, no sorprende a nadie. Bueno, o sí. La presencia en el once de Rubén Cruz por un demolido Ortuño puede considerarse el único elemento ajeno a lo rutinario. Y a fe que el sevillano no lo hizo mal. Ayuno de gol, ofreció sudor a espuertas, esfuerzo, trabajo. Y contagió con su ejemplo al equipo, que hoy presionó con la intensidad habitual pero más cerca del área rival que de costumbre. Las recuperaciones se sucedían y así llegaron dos o tres acercamientos peligrosos: Salvi, Rubén y Álvaro –incansable toda la noche- pusieron a prueba a Dani Hernández en diversas ocasiones.
Si algo le faltaba al Cádiz para sentirse espoleado, el árbitro se lo terminó de proporcionar: un agravio injusto. En el minuto catorce Aketxe botó un córner que Aridane cabeceó limpiamente a la red. El gol parecía inapelable pero el colegiado Arcediano Monescillo –apellidos sacados sin duda de una historieta de la Familia Ulises- lo anuló alegando falta de Sankaré sobre Germán. El contacto existió pero parecía tan liviano…
Lejos de amilanarse, el Cádiz acentúo la presión, la intensidad, el esfuerzo. En cada cogote tinerfeño, un aliento gaditano. Los centrocampistas chicharreros empezaron a diluirse. Sus esfuerzos por hilvanar el juego morían en los pies de José Mari, de Garrido, de Carpio… Solo alguna desaplicación de Aridane les permitió botar varios saques de esquina, sin consecuencias.
Y con el empate a cero –que escocía como un insulto a destiempo- nos fuimos al descanso. Las luces artificiales del estadio se multiplicaron por mil al reflejarse en el papel de aluminio que envolvía los bocadillos. El humo de los cigarros se pintaba de azul y amarillo al proyectarse sobre los focos. Y si no fue así, a mí me lo pareció.
El caso es que en la segunda parte los gaditanos salieron a galope tendido. Sabedores de que estaban ante la oportunidad de sus vidas, incrementaron varios grados todas las características mencionadas: nadie se escondía, nadie racaneaba. Saltó al campo Abdullah –sustituyendo a un desacertado Salvi- y al Cádiz le sentó bien su presencia. Dotado de una técnica muy por encima del nivel del equipo, el francés aporta al juego pausa e imaginación y añade un color distinto (brillante, casi chillón) a la paleta de grises y marrones con las que el Cádiz suele pintar sus encuentros.
El Tenerife era un boxeador arrinconado que recibía golpe tras golpe hasta que se desplomó en la lona. El puñetazo definitivo lo propinó el vasco Aketxe, que enganchó un zurdazo impresionante desde treinta metros. Para no faltar a la verdad, rebajaré la épica: el portero colaboró un poquitín. Tal vez fue el efecto del balón, tal vez un garrafal fallo de cálculo. Para el caso, lo mismo es.
El gol enardeció al público que llevó en volandas a los amarillos. Los nervios del Tenerife eran evidentes y durante unos minutos pareció que el Cádiz podía sentenciar la eliminatoria en su estadio, pero el dominio no se concretó en un segundo tanto. Recobrado el resuello y ya con el Choco Lozano sobre el césped, los isleños intentaron crear peligro, pero no había sinceridad en sus acercamientos. Así, los minutos fueron pasando sin acciones reseñables hasta que nuestro amigo Arcediano pitó el final.
El estudiante voluntarioso aprobó este parcial con nota. Nos queda todavía el examen final, habrá que seguir hincando los codos.