Ilustración: The Pilot Dog
La combinación de política y de ensoñaciones constituye un cóctel que suele acabar produciendo resaca y mal sabor de boca. Es lo que uno siente a diario cuando se tropieza (literalmente) con esos dos desafortunados monumentos al despilfarro y al mal gusto que la perspicacia popular ha bautizado como el queco y la queca. Y esa es también la sensación que mucha gente habrá experimentado estos días al conocer que existe un informe emitido por la fiscalía del Tribunal de Cuentas arrojando dudas sobre la gestión de los fondos utilizados por el Consorcio del Bicentenario para la financiación de los eventos del Doce.
Mientras la fiscalía hace su trabajo de esclarecimiento sobre este asunto, e independientemente de las conclusiones a las que llegue en su momento, me parece oportuno rescatar del olvido aquel cúmulo de ensoñaciones que dieron forma y contenido a una conmemoración elevada a rango de celebración gracias al empuje del impostado entusiasmo político/gestor de entonces. Porque una vez extinguida aquella empalagosa e improductiva euforia desplegada en torno al Bicentenario, y disipados ya los vapores producidos por tanto brindis conmemorativo, ¿quién ha vuelto a recordar aquella ensoñación de convertir a Cádiz en “capital mundial del constitucionalismo”? ¿Quién, después de aquello, se ha preocupado por seguir meciendo “la cuna de la libertad”? Creo que nadie, siendo como era tan numerosa la pléyade de entusiastas turiferarios que se deshacían en alabanzas a la libertad liberal.
Estas preguntas puede que parezcan irrelevantes y extemporáneas a quienes han entendido y entienden la política como mera gestión de eventos que, una vez generosamente costeados y mal utilizados, se olvidan, independientemente de su razón de ser o del hecho que le servía de inspiración. Concienzudos escrutadores del calendario en busca de aniversarios, centenarios u otras oportunas efemérides del almanaque con las que poder hilvanar la organización de un evento. Los artífices de este modelo de política eventual no suelen reparar ni en gastos ni en delirios con tal de justificar lo injustificable: una práctica política basada en el despilfarro y en el efímero relumbrón, muy útil para la foto y el titular mediático, pero que suele quedar en un simple y llamativo espectáculo pirotécnico, como ha ocurrido con el Doce. Y siempre con el nebuloso pretexto de promocionar la ciudad. Para tales fines ─pensarían los partidarios de esta práctica política─ se utiliza el constitucionalismo… ¡¡y lo que haga falta!!
Pero no es de los subproductos que generó el bicentenario del Doce de lo que hoy quisiera escribir aquí, porque entonces habría que extenderse en analizar las causas del escaso interés inicial y posterior hastío que suscitó en la ciudadanía la conmemoración del Doce. Lógico, puesto que aquella “fiesta de la libertad” resultó ser tremendamente aburrida, plagada de juegos florales decimonónicos, mercadillos toscamente disfrazados de época y desfiles de figurantes en legítima búsqueda de un salario… Tampoco creo que merezca la pena volver a considerar ese supuesto legado del Doce que, en todo caso, el decaído interés de sus desinflados promotores ha sumido también en el más profundo de los olvidos. Lógico también, dado que ni políticos ni intelectuales de por aquí fueron capaces de trascender la catarata de tópicos y malentendidos sobre el constitucionalismo liberal que la ciudadanía tuvo que soportar durante aquellas fechas de “celebración”.
Dejemos que siga durmiendo en el olvido toda aquella parafernalia achatarrada por el paso del tiempo y aprovechemos la fantasmal irrupción del Doce en la actualidad gaditana de estos días para reflexionar sobre hechos de verdadera trascendencia, que también los hubo en aquellas fechas: por ejemplo, la peculiar relación que tuvo la izquierda (esa izquierda que hoy parece insistir compulsivamente en su propio suicidio) con aquel macro-evento que, básicamente, consistió en exaltación y propaganda del discurso liberal. “La izquierda ─escribí en el prólogo de mi libro “La libertad acaparada”, publicado hace ahora más de cinco años─ nunca debió desaprovechar la ocasión del bicentenario para recordar que su histórica razón de ser fue y es precisamente lamentar, desmentir y contrarrestar la falacia liberal ─hoy neoliberal─, y no legitimarla, enaltecerla e incluso celebrarla. La propia izquierda da así estos días (corría el año 2011) un paso más en el camino hacia su desactivación”. Esta simple opinión me reportó más de un agrio comentario por parte de compañeros del PSOE, e incluso hubo quien desde entonces gira la cabeza para evitar saludarme en cualquier encuentro fortuito. Y eso que el referido prólogo finalizaba así, después de una severa crítica al liberalismo: “La crítica a la izquierda, en cambio, constituye un claro testimonio personal de pesadumbre ante el lento proceso suicida que desde hace tiempo la izquierda parece haber emprendido”.
Nunca en mis artículos me he autocitado ni he hecho mención alguna al contenido de este mi libro sobre el Bicentenario. Pero creo que estas palabras que he transcrito aquí adquieren estos días una relevancia especial. Me fueron dictadas en su día por mi propia perplejidad ante el lamentable espectáculo de una izquierda acrítica e irresponsablemente entregada a propalar, legitimar y enaltecer el discurso liberal. Ese mismo discurso, hoy con otros modos y ropajes, que tiene al mundo patas arriba y a la izquierda arrodillada.
Algún legado valioso pudo dejar pero no dejó la conmemoración del Doce, por el imperdonable descuido de la izquierda hacia sus deberes: el incremento del sentido crítico de nuestra sociedad y, en paralelo, el buen hábito de la autocrítica por parte de las instituciones y organizaciones políticas. Por el contrario, aquello constituyó un ejemplo de lo que no deberíamos repetir. En el mejor de los casos, se quiso hacer promoción económica de la ciudad utilizando toscamente un conjunto de lugares comunes en torno al Cádiz liberal y la Constitución del Doce, sin generar un debate intelectual intenso y profundo acerca de todo aquello. De ahí que la ciudadanía en general no “enganchara” con las pretensiones de los organizadores del Bicentenario: en aquella ocasión el pueblo estuvo por encima del nivel de sus políticos y de sus intelectuales.
¿Y la izquierda? Pues estuvo al pie del cañón, poniendo alfombra roja a la libertad liberal.