De nuevo, las velas anegarán los muelles de Cádiz en los días venideros. Más como un relámpago del pasado que como un reclamo del porvenir; es de temer. Todas las grandes regatas que han tocado este puerto al que nadie llama puerto se marcharon con un cálido reguero de batucadas y condecoraciones de la antigua URSS en almoneda, con sus caterings sin Hepburn, las jaimas azotadas por el levante, sus amores de noray y la pompa vana de la oficialidad. ¿Qué quedó después al pairo de su estela? Una agradable memoria de Babel, vistosos uniformes más propios de “Vacaciones en el mar” que de “Tora, tora, tora!!!” y un no se qué de melancolía de marineros en tierra que no se conforman con el benteveo de cruceros, de ferrys o mercantes entre el Faro de las Puercas y el Bajo de la Cabezuela, en cuyo dragado desperdiciamos el dinero que unas buenas infraestructuras terrestres hubieran sellado el destino portuario de Cádiz con el de Algeciras, cuando ataban los contenedores con longanizas.
Desde un buque portacontenedores no se ve el mar. Me lo confesó Alvaro Mutis, que había viajado de pasajero en uno de ellos, mientras buscaba inspiración para una nueva singladura de Maqroll. Desde Cádiz, pasa lo mismo, que es una isla desde la que no se ve el mar. O un mar desde el que no se ven los barcos. Cualquier día de estos, la Gades bajará de su pedestal y se apuntará en la oficina del SAE. Mejor no pregunten por Juan Cantueso ni por Gabriel de Araceli, aquellos célebres gaditanos que fueron hijos, respectivamente, de Fernando Quiñones o de Benito Pérez Galdós. ¿Quién ha leído como Arturo Pérez Reverte documenta que a los héroes de Trafalgar los enrolaron a contracorriente? Ni se espera a Jorge Juan, ni a Cristóbal Colón, ni a Cabeza de Vaca. A veces, da la sensación de que Cádiz hubiera perdido el barco de la historia y fuera una calle cualquiera camino de cualquier parte, como reza el añejo cantable.
¿Quién escucha vocear por los callejones de Cardoso bocas de la isla, qué ricas bocas? ¿Qué se hizo de la forja marinera de Santiago Donday, de las reses estabuladas en la playa junto al Matedero y el manicomio, de los despesques donde sonaba la voz del flamenco y las salinas que nos prometían, aunque fuera falso, el color de la pureza? No toda la historia marina de esta ciudad, oído al parche, fue miel sobre hojuelas, por más que Horacio Echevarrieta reabriera los astilleros y los trabajadores de la lonja se resfriasen escondiendo en el pecho o en sus atributos el pescado de bragueta que desembarcaban los faluchos del amanecer.
Bajo las gestas oficiales de la Carrera de Indias, también hubo galeras reales para los nadie y hubo a su vez callejón de Los Negros, el los esclavos malvendidos por las siniestras compañías al rebufo de la Casa de la Contratación; una de aquellas empresas de la trata de la esclavitud, como nos recuerda Hugh Thomas, fue administrada por cierto el deán de la capital gaditana. También esas aguas nos trajeron malas noticias de tsunamis frente al detente Satanás en mitad de la calle La Palma, o corsarios ingleses a quienes no hubo santo ni seña que los detuviera. El conde de Essex, sir Walter Raleigh, sir Francis Drake, fueron los más nombrados de quienes asaltaron Cádiz. Sólo que no siempre los asaltantes vinieron por los bajíos sino que también los hubo de tierra adentro o incluso naturales de sus propias calles.
Hasta aquí llegaban a espuertas los cadáveres y los heridos de la guerra de Marruecos, con una cicatriz de opio entre sus miedos. Qué algarabía de lepantos rumbeando guerras que ellos nunca decidieron. Aún hoy, en la barra de Sanlúcar y en noches de tormenta, pueden oírse los alaridos sumergidos de los marineros que sucumbieron con sus bajeles en tan peligrosa encrucijada. Al menos, eso nos avisa José Manuel Caballero Bonald que ha sobrevivido a dos naufragios y espera el tercero que lo haga inmortal.
Cádiz debiera haber sido hija de Poseidón y no de Hércules. Era hija del océano al que se enfrentaban los pescadores pobres de ayer y de ahora, como diría Rafael Alberti, entre Neptuno y la Virgen del Carmen. Su mar, sin embargo, ya tan sólo parece amurar en las páginas de los libros, desde novelas contemporáneas como “La fuerza y el viento” de Oscar Lobato o “La leyenda del navegante”, de Rafael Marín, dos narraciones poderosas y sensibles al mismo tiempo. Hay batidas de olas por entre las páginas del “Sotavento” del maestro Luis Berenguer o aventuras intrépidas a bordo de “Llamadme Cabrón”, de Javier Fornell.
¿Dónde la forja marinera de Santiago Donday? Definitivamente, ya no quedan veedores en las torres, ni viuditas navieras ni señoritas del mar. Por no quedar, ni queda el lenocinio que atraía desde Rota a la marinería de la US Navy cuando el salvador de España –de su más celebra matanza se cumplen ochenta años estos días—llegó a vender lo único que era nuestro, la mar océana por donde ahora transitan submarinos nucleares como el que chocó en Gibraltar durante estos días. También la historia reciente malbarató el espíritu que hace mucho tiempo llevó a los gaditanos a desafiar las teorías del non plus ultra y a descubrir que más allá del horizonte no había monstruos. Hoy, bajo el rayo verde de la desidia y del olvido, los monstruos quedan de este lado y nos retienen en tierra como el viejo Ciclope o la bruja Circe intentaron hacer con los marinos de Ulises.
¿Por qué no vamos de nuevo a medir el ecuador del mundo, a hacer las Américas, a vadear las orillas del río Magdalena, a pelear por el árbol de la Quina o por las siete ciudades de Cíbola, a traer tabaco y caña desde el Cádiz de Filipinas, a regresar como indianos poderosos sobre cualquier cubierta de la Naviera Pinillos? Más allá de las velas al viento de los días venideros, alguien tendría que invitarnos a zarpar hacia un nuevo destino y regresar con nuevas ideas a esta pobre Itaca sin arqueros ni penélopes, en donde solo aguardan los oscuros datos de la macroeconomía, la mano sobre la mano, el botellín de consolación en cualquier peña, un agua largamente estancada que no mueve molino, ni de marea. Entre los sargazos de una crisis más larga que esta crisis, Cádiz es la isla de los barcos perdidos y no quedan niños ni peterpanes que vengan en su busca.
Fotografía José Montero