Por lo visto, en la Antigüedad, Cádiz estaba conformada por un conjunto de islas, siendo conocida entonces como archipiélago de las Gadeiras, hasta que poco a poco, aquellas islas e islotes se fueron acercando. Y en eso se podría decir que estamos hasta el día de hoy.
El primer puente sobre la Bahía de Cádiz fue el tómbolo, la lengua arenosa y paciente que decidió arrebatarnos nuestro carácter insular y unirnos a la Península, o más bien al caño de Santi Petri, lo cual no deja de ser una unión incierta. Puede que fuese la primera decisión mancomunada y que cambiaría nuestra historia. Nos dimos cuenta del horror vacui, de lo que suponía estar rodeado de mar por todas partes. Así, esa lengua, en vez de permitir sus arenas como solaz del caminante, en cuanto tuvimos la primera ocasión, nos apresuramos a asfaltarla, como si temiésemos que el mar la recobrase.
Luego vinieron los puentes caleteros, los de la vía férrea y ya, con posterioridad, los que nos unían de modo certero a tierra firme: el Carranza y el nuevo puente sobre la Bahía.
Este último, y no precisamente por su humildad, nos ha dejado a muchos boquiabiertos.
En cierta medida, creo que el puente nos ha sacudido con contundencia y en algún caso, como el mío, nos ha inoculado el gen del pontificado, en el sentido etimólogo de la palabra, como guardianes o hacedores de puentes.
¿Debe el ser gaditano, una vez recibida la sacudida, conformarse con sus dos puentes o estaría bien seguir construyendo a modo de legado generacional puentes futuros? ¿Tendría cada generación el deber y el deseo de aportar el suyo?
Una vez que te entra el gusanillo…
Y no me estoy refiriendo a construir alguno más sobre la Bahía (hacia el Barrio Jarana, Rota, la misma ciudad de Faro si se presta), sino a otro clase de puentes, de proporciones quizás más modestas pero no menos arduas y arriesgadas.
Para ello deberíamos vislumbrar el puente desde un punto de vista simbólico, como aquello que liga lo sensible con lo suprasensible, y que simboliza el paso de un estado a otro, el cambio o anhelo de que éste se produzca.
En estos términos, la esencia gaditana, creo que se encuentra a gusto y campa a sus anchas.
Tu pones un puente en el parque, con una cueva debajo y un estanque próximo, y a la gente le gusta cruzarlo, sea por arriba o por abajo. ¿Porqué hemos de limitar nuestro propio placer? ¿Es que acaso nadie echa de menos en Cádiz un puente tibetano o varios que unan las azoteas, las torres miradores o las mismas torres catedralicias?
Siempre tuve envidia de Venecia con su Puente de los Suspiros. Es como si le hubiesen arrebatado algo a nuestro ser, como si ese puente debiera haber estado en Cádiz hace mucho tiempo. ¿Debería el gaditano renunciar a un lugar específico, singular y hermoso para sus suspiros, sus querencias, sus anhelos…?
Como considero que con la Península ya estamos lo suficientemente unidos, mi deseo, a partir de ahora, es el de una ciudad colmada de puentes interiores.
Imagen: plano inglés de la ciudad de Cádiz y los alrededores con El Puerto, la Bahía y sondeos a bajamar. 1794.