Estilo ‘jodéjar’ era el calificativo que usaba Fernando Quiñones para señalar las aberraciones arquitectónicas en edificios singulares de Cádiz. Un buen ejemplo son los balcones o ventanas de aluminio color plata que proliferaron en las fachadas de piedra ostionera a lo largo de la década de los 80. Desgraciadamente, desde principios del siglo XX, ha habido en Cádiz multitud de muestras de esta estética en su máximo esplendor: desde el derribo de las murallas o el Teatro Principal, pasando por el Casino de la calle Ancha. Tampoco quedarían fuera ciertas intervenciones en las casas gaditanas que, aunque era absolutamente necesario acometerlas para dotar de agua corriente y otros servicios fundamentales a los vecinos, demasiadas veces se han llevado por delante elementos originales dignos de protección.
Esto ocurre, en parte, porque, generalmente, no se tiene suficiente conocimiento acerca del valor que encierran muchas fincas gaditanas, como tesoros escondidos esperando a ser desenterrados. Un buen ejemplo es la finca que se proyecta transformar en apartamentos turísticos situada en el número 18 de la calle Manuel Rancés, anteriormente denominada “de los Doblones”. Se conoce su catalogación como BIC con grado de protección 0, es decir “máximo”, con lo cual no se puede cambiar ni su estructura ni sus elementos originales, sin que la propuesta sea examinada y valorada por la comisión de Patrimonio del Ayuntamiento, así como por la Junta de Andalucía. En la Guía de arquitectura de Cádiz de Jiménenez Mata y Malo de Molina está fechada hacia 1700 y se la considera de estilo barroco antiguo. Se la describe como «casa palacio que corresponde al tipo en el que no se utiliza patio de columnas, sino que se aplica una solución de vigas de madera para sostener la galería superior que luego se decantará como solución definitiva del patio gaditano». También se destaca como elemento interesante «la solución de vigas colocadas en forma diagonal en las esquinas para sujetar las vigas que conforman el cuadro del patio».
Mucho menos conocido es el dato de que la finca perteneció al que fuera alcalde constitucional de Cádiz en 1812, el conde de Maule, es decir, Nicolás de la Cruz y Bahamonde (Talca, 1757- Cádiz, 1828). Este militar chileno, fue, además, comerciante, escritor y coleccionista de arte. De espíritu altruista y generoso, promocionó la Escuela de Nobles Artes de Cádiz, de la que fue nombrado consiliario y a la que intentó elevar a la categoría de Real Academia. Ejerció, además, como diputado de las Cortes por Chile en Madrid, entre 1820 y 1821.
Nicolás de la Cruz fue el decimoquinto y último hijo de una de las familias más importantes su ciudad natal, a la cual dotaron de todo tipo de mejoras sanitarias y urbanísticas. Al igual que sus hermanos se educó con los Jesuitas, de los que tanto él como sus parientes, eran benefactores. En enero de 1783 creó una sociedad con su hermano Juan Manuel para establecer una casa de comercio, fijando una residencia en Talca para el primero y otra en Cádiz para Nicolás, y que el resultado de todos los negocios, tanto beneficios como pérdidas, se repartieran a partes iguales. La empresa se liquidó tras fallecer Juan Manuel, durando la actividad comercial, entre guerras y revoluciones, 39 años y 28 días.
Por aquella época el proyecto urbanístico del barrio de San Carlos, ordenado por el entonces gobernador conde O´Reilly, donde se ubicaba la calle de los Doblones, se había desarrollado íntegramente, por lo que se convirtió en el segundo eje residencial y en importante centro de negocios. El tratado de libre comercio de 1778 permitió a Nicolás de la Cruz amasar una gran fortuna en poco menos de diez años, llegando a ser uno de los vecinos más ricos y una de las personalidades de la ciudad de Cádiz.
La familia era muy amiga de Ambrosio O’Higgins, Gobernador de Chile y Virrey de Perú, cuyo hijo, Bernardo O’Higgins, líder del movimiento independentista, es considerado el “padre de la patria de Chile”. Este permaneció en Cádiz bajo la tutela de Nicolás durante cuatro años, hasta que fue enviado a recibir educación a Inglaterra. Así se recuerda en una placa conmemorativa en la plaza Candelaria, donde estuvo situada la residencia de Nicolás de la Cruz y que fue derribada posteriormente.
Sostiene el historiador, político y escritor Benjamin Vicuña Mackenna, en sus Recuerdos de Cádiz (Miscelánea III, pp. 70-74) que “[…] desde luego el conde de Maule no era simplemente un mercader […], pues fue un decidido protector de las artes. […] Había traído de Italia y acumulado en España la mejor galería de pinturas que a la sazón existía en Cádiz. Su biblioteca y su monetario no tenían tampoco rival en este pueblo”. En cuanto a la finca de Manuel Rancés señala que su portada “es tan grande como las de Santiago y que por tener una Cruz esculpida en su moldura parecería haber sido edificada por aquel a principios de este siglo o fines del pasado”. Por otra parte, en el testamento de Nicolás de la Cruz, custodiado en el archivo histórico provincial, se señala que la finca, situada en el antiguo nº 23, estaba compuesta de “almacenes, entresuelo, cuerpo principal y miradores”. Se hace referencia también a una casa más pequeña en el 23 1/2 como parte de la finca que constaba “de un cuerpo bajo y otro alto”, que corresponde con el actual nº 16.
En cuanto a sus viajes, estos comenzaron para aprovechar una mala época para los negocios al comenzar la guerra contra Inglaterra. Volcó sus impresiones en una obra compuesta por 14 volúmenes donde detalla su recorrido por España, Francia e Italia y que publicó costeándola de su propio bolsillo. Uno de los libros lo dedicó enteramente a Cádiz, a la que definió como “la Alejandría de Occidente” y donde detalló minuciosamente sus monumentos, bibliotecas y colecciones de arte, entre otras cuestiones, lo que nos demuestra el descuido sobre nuestro patrimonio artístico. Nicolás, además, escribió un diario dedicado exclusivamente a las anécdotas de su periplo, aún inédito, así como otras obras como Compendio de la Historia Civil del Reino de Chile (1795), traducción del italiano de su compatriota el abate Juan Ignacio Molina, naturalista, geógrafo y cronista hispano-chileno.
En 1810 se le concedió el título de “Conde de Maule”, distinción que él mismo compró. Se casó durante el sitio de Cádiz con María Joaquina Jiménez de Velasco, natural de El Puerto de Santa María, con la que tuvo su única hija. El 28 de diciembre de 1812 fue nombrado primer alcalde, según se publicó en El Conciso, junto con D. Joaquín Villanueva Garay. En su actividad en dicho cargo publicó una serie de edictos sobre “Reglamento de policía de sanidad” y “Escuela gratuita de primeras letras”, entre otras cuestiones. Posteriormente, a partir del 1 de septiembre de 1813 fue miembro de la Junta de Sanidad, a la que entregó 300 reales para la dotación de premios otorgados por el Ayuntamiento de Cádiz en 1814 con motivo del aniversario de la Constitución, a los militares, sus viudas y huérfanos.
El conde de Maule falleció en Cádiz el 3 de enero de 1828, tras 45 años de permanencia en la ciudad, sin que regresara nunca a su tierra natal. A pesar de la meticulosidad que observó tanto en sus negocios como en sus relaciones sociales o actividad profesional, el orden de su casa y sus disposiciones testamentarias, donde incluso repartió parte de su fortuna entre los desfavorecidos de la ciudad, se dispersaron tras su muerte todas sus propiedades, libros, colecciones pictóricas y esculturas. Así mismo, los documentos de su archivo comercial y su correspondencia acabaron en diversas manos, aunque, afortunadamente, en 1994, se publicó parte de su epistolario, con edición y prólogo de Sergio Martínez Baeza de la Academia Chilena de la Historia. En 1997, la Universidad de Talca publicó un ensayo biográfico por parte de otro escritor chileno, Jorge Ibáñez Vergara. En Cádiz, sin embargo, sólo se ha editado el tomo XIII de sus viajes, De Cádiz y su comercio, con edición y prólogo de Manuel Ravina, por parte de la Universidad, en el mismo año.
Por todo ello, en casos como este, en que se planea dedicar a uso turístico una finca de importancia patrimonial e histórica, debería obligarse a los propietarios a informar, documentar y exponer apropiadamente sobre la historia del edificio, así como permitir la visita pública. Todo esto aportaría valor añadido al inmueble, el viajero tomaría conciencia del lugar en que se aloja y la ciudadanía se beneficiaría de manera más completa y sostenible de la industria turística, a la que no favorece para nada el estilo “jodéjar”.