Cádiz ya no es la ciudad que era. Cádiz está cambiando.
Cádiz se ha vuelto turística. Cádiz la del New York Time. Cádiz la de los cruceros. Cádiz es la guinda de un pastel para el turismo frente a los vecinos y vecinas de la ciudad, que poco a poco van sufriendo las consecuencias negativas de la turistificación y la gentrificación. Fenómenos que llevan desarrollándose desde hace muchos años en otras ciudades y que, acrecentándose desde 2016, ahora estamos sufriendo los gaditanos y gaditanas.
La “turismofobia” no es la mejor receta para paliar la presencia de turistas porque el turismo permite el desarrollo personal, el intercambio de sociedades y el conocimiento de patrimonios culturales, históricos y ambientales. Por lo tanto, “el problema no es el turista” como mencionaba el profesor Michael Janoschka en una entrevista, si no el modelo turístico depredador, especulativo, masivo, que encarece servicios públicos y privados y que genera un empleo precario, en negro y estacional, además de que las administraciones no le ponen coto a la expulsión de vecinos y vecinas y no los protegen frente a los y las turistas.
En Cádiz, los dos fenómenos anteriormente reseñados, poco a poco van colando entre las calles de nuestros barrios, destruyendo negocios y haciendo que la ciudad trimilenaria en que vivimos, se vaya convirtiendo en un parque temático. Un parque reducido pero temático donde parece que el turista prima más que el gaditano o la gaditana, estando abocados a vivir fuera de la ciudad por los altos precios de los alquileres, que desde los últimos años hacen que estemos compitiendo con ciudades como Barcelona, Madrid o Málaga. Altos precios en viviendas con humedades, en viviendas de quince metros cuadrados, sin ventanas, con el baño en conjunto con la cocina, sin pintar e incluso para hacerle una reforma para poder habitarlo. Si ya de por sí encontrar piso en Cádiz era difícil, debido a la falta de suelo, a las más de cinco mil viviendas vacías, ahora es aún más ardua esa labor por la existencia de más de mil doscientas viviendas turísticas. Desde el Balón hasta Santa María pasando por los alrededores de la plaza Mina, la Viña o el Mentidero, siguen aumentando su número a paso firme, sin retroceso y estando en el top tres de mayor número de viviendas vacacionales de la provincia de Cádiz, por detrás de Tarifa y Conil de la Frontera.
Y en nuestra ciudad, Manuela cerró su frutería porque los supermercados de cercanía se instalaron en su barrio y la mayoría de vecinos y vecinas, además del turismo, iba a los mismos y de ahí la respectiva bajada de ventas. Ana, propietaria de una panadería dejó de atender a la mitad de los vecinos y vecinas de su barrio, porque fueron expulsados del mismo. Carolina vivía en una finca que tenía ocho viviendas, cuya dueña falleció y se la dejó a sus hijos, que empezaron a especular con el edificio cercano a la plaza de Mina. La mayoría de las personas que ocupaban esa finca eran mujeres con hijos menores y personas mayores que habían vivido allí más de 50 años con alquileres muy bajos. De pronto, los herederos comunicaron, de manera legal, el fin del contrato del alquiler a cuatro de las viviendas y lo hicieron por separado, para que así las distintas familias no pudieran unirse y luchar juntos para evitar marcharse de su vivienda. Mientras iban abandonándolos, iban reformándolos y los iban adaptando para vivienda con fin turístico (VFT). En pocos meses, de las ocho viviendas, cuatro se convirtieron en turísticas y en las otras vivían vecinos y vecinas que resistían a la expulsión de sus casas. Carolina no se salvó y se tuvo que marchar. Buscó piso en todas las inmobiliarias de la ciudad, y en todas le decían que buscase piso en otras localidades de la Bahía porque era más fácil que en la capital. A día de hoy, ante la negativa a marcharse, ha vuelto a casa de sus padres por la imposibilidad de encontrar empleo y un alquiler asequible para vivir. Francisco, otro de los afectados, sufre como el resto de vecinos de su finca las fiestas que organizan en un piso frente al suyo. Trabaja de lunes a sábado y cualquier día puede sufrir las acciones festivas e incívicas de algunas de las personas que alquilan esa vivienda con fin turístico. La dueña del piso está en Tailandia y desde allí gestiona el piso con la ayuda aquí de un amigo, que es quien recibe a los huéspedes y, además, cobra en negro. La policía ha tenido que ir en varias ocasiones e incluso hay denuncias interpuestas a la espera de ser resueltas.
Y así avanza Cádiz. Estos casos son más comunes de lo que pesamos en nuestra ciudad, pero pasan desapercibidos porque no se conocen y es en este momento cuando nos toca a todos y todas concienciarnos sobre los efectos negativos de la turistificación y la gentrificación de nuestros barrios. Hay que limitar las viviendas turísticas y repensar el turismo que queremos en la ciudad. Se deben definir conceptos como “presión turística” o “capacidad máxima de acogida” para no caer en el desplazamiento de vecinos y vecinas de nuestra ciudad y que sean las administraciones quienes tomen medidas de manera inmediata, como se ha hecho en Barcelona, para evitar que estas viviendas sigan aumentando y provoquen una sangría poblacional, que en los últimos años nos ha afectado de manera importante. La ciudadanía debe seguir luchando para que la vivienda cumpla su función social y que permita a la misma vivir en nuestros barrios. Barrios con turismo como eje enriquecedor en diversos sentidos pero con la premisa clara de ponerle fin a la expulsión de personas de la ciudad, de defender el derecho a la vivienda y crear conciencia en la ciudadanía y que así se capaz de movilizarse para que los casos de Manuela, Ana, Carolina o Francisco no proliferen de la manera que han proliferado las viviendas con fin turístico en nuestra ciudad.