En estas semanas miles de jóvenes andaluces y andaluzas han llegado a los últimos días de sus carreras. Se han graduado o lo harán en septiembre. Después de cuatro años de grado, por fin, logran acabar lo que, seguramente, será el mayor proyecto que han tenido en sus manos hasta ahora.
Recuerdo esos días. Momentos de ilusión pero a la vez desconcierto por lo que vendría. Miles de sueños que habíamos cultivado durante tanto tiempo podrían ser cumplidos a partir de ese instante. Todo el esfuerzo que nuestras familias y nosotras mismas habíamos hecho, podría ser recompensado porque habíamos terminado lo que creíamos la parte fundamental de nuestros estudios. Y aunque no suelo ser pesimista y menos quiero destrozar las ilusiones de toda esa gente joven, los sueños de la mayoría de nosotras no se llegaron nunca a cumplir.
Mi madre siempre me decía que tenía que estudiar para alcanzar mis metas. Que los estudios me darían conocimiento pero también un buen empleo. Trabajó y ahorró para que pudiera ir a la universidad, echando las horas que fueron necesarias para que sus hijas no se quedaran en el pueblo pasando «fatiguitas». Y estudié, vaya que si estudié. Todo lo que he podido y más. Ya no sólo con el esfuerzo económico y emocional de mis padres, sino con el mío propio, intentando compaginar trabajos de mierda con horas de clase, libros y apuntes que parecían no terminar nunca.
Como yo, montones de amigos y amigas. La mayoría de ellas hoy están trabajando en algo que no tiene nada que ver ni con lo que estudiaron ni con lo que soñaron. Muchas han tenido que emigrar para encontrar algo o para que sus condiciones laborales merecieran algo la pena. Gran parte de ellas hoy sólo sobreviven. En muchas ocasiones hemos pensado que la culpa de esa situación es nuestra, que no hemos hecho lo suficiente, que nos faltan idiomas, que nos cuesta mucho irnos de nuestra ciudad o que debemos aguantar un poco más al jefe de turno y las condiciones asquerosas que solemos tener. En muchos momentos hemos pensado que algo estábamos haciendo mal y que quizá tenían razón quienes desde otras posiciones tildaban a nuestra gente de floja…
Hoy me crucé en el facebook con una estadística de 2015 sobre la renta media anual por habitante. Los municipios con mayor renta se encontraban todos, sin excepción, en las comunidades de Madrid, Euskadi y Cataluña. Los municipios con menor renta se encontraban…¡Sorpresa! en Andalucía (con muy pocas excepciones). Cualquier otra estadística (desempleo, brecha salarial, pobreza infantil…) da como ganadora a esta tierra nuestra. Y cuando ves y analizas esos datos es cuando empiezas a pensar que quizá la culpa no es nuestra. Que quizá la responsabilidad no es individual. Que tal vez hay responsabilidades políticas que han conducido a que millones de personas en Andalucía estén en condiciones de vida horribles.
La familia a la que echaron de su casa. Los trabajadores del metal a los que han despedido. Las limpiadoras que trabajan de forma precaria. El becario al que no le pagan por su trabajo. La madre que tiene que ir a Cruz Roja por comida. El niño que pasa el día solo porque sus padres trabajan. La abuela que tiene que dar de comer a toda su familia con una pensión de miseria. El señor que vende fruta en la furgoneta. La mujer que tiene dos y tres trabajos para llegar a fin de mes. El parado que se ha cansado de buscar trabajo. La hermana que espera la corta visita de su hermano migrado. Las jornaleras a las que no dejan trabajar si no es con un hombre al lado. Ésa es la realidad en este sur del sur. Ésas son las caras, los rostros de esta Andalucía que dejaron abandonada. Ése es el presente de millones de hombres y mujeres de una tierra que aporta mano de obra barata, materias primas de primera calidad y playas hermosas al Estado español y a Europa. Y ése es el futuro que encontrarán esos jóvenes que en estos días se gradúan si no modificamos la situación.
Nuestra tierra y nuestra gente es capaz de sobrevivir a muchas cosas, de trabajar a destajo, de crear lazos de solidaridad con nuestros vecinos y vecinas, de luchar, y todo eso aún con una sonrisa en la boca y los brazos abiertos para quien viene. Pero nos merecemos más, mucho más. Nos merecemos tener nuestro destino en nuestras manos como sujeto que somos.
Y la cuestión no es simple. La soberanía de una tierra y el empoderamiento de un pueblo no son cuestiones que poder resolver en unas líneas. Mucho antes de la estafa de la Transición, Andalucía ya era un lugar maltratado. Ya paría pobreza y miseria, a pesar de ser rica y de tener todo lo necesario para su emancipación. Pero desde los años 80´, en San Telmo se alojaron quienes nos han sido capaces de plantar cara a los grandes intereses económicos, construyendo un régimen político autonómico que no tiene intención de sacarnos de esta situación. Todo lo contrario. Ha hilado una red clientelar enorme por todos los pueblos de Andalucía, ha saqueado los bolsillos de los y las andaluzas y ha forjado una dependencia económica del poder central, a la vez que perpetuaba la imagen de una cultura que estaba al servicio del norte.
Aquí se compra trabajo y frutos de la tierra baratos, se manufacturan fuera y se nos devuelven los productos, esta vez, a precio de oro. Se queman nuestros parques naturales y luego se venden a constructoras o empresas mineras y petrolíferas. Aquí es dueño de la tierra quien no la trabaja, llevándose subvenciones millonarias. Muchas mujeres tienen que ocupar viviendas porque los bancos las dejaron sin sus casas. El Estado español y Europa, aliados con la mayor organización caciquil que sigue existiendo a día de hoy, siguen practicando una política colonialista en nuestra tierra.
Ya va siendo hora de desmontar el cortijo. De que los sueños de nuestra gente se cumplan. De conservar nuestra cultura sin venderla. De ser dueñas de nuestro destino. De que dejen de decirnos desde el norte cómo tenemos que hacer las cosas. De empoderarnos y autoorganizarnos. De desalojar a quienes nos han vendido y maltratado, sin dejar de mirarnos a los ojos y reconocernos como pueblo. Ya va siendo hora de que caiga la rosa…