Ilustración: Pedripol
En el colegio católico en el que estudié, el librepensamiento se hacía hueco entre la religión y era precisamente un sacerdote –muy querido por todos- el que impartía Filosofía. Con él repasamos a todos los grandes pensadores clásicos aunque, eso sí, Tomás de Aquino tenía que llevar el Santo por delante. Allí estudié historia con uno de esos profesores que te dejan huella así pasen treinta años. No pasamos, creo recordar, de la Restauración Borbónica con Alfonso XII y como ha ocurrido en muchas generaciones de estudiantes, esta última etapa de nuestra historia reciente del siglo XX (mucho más cercana en los años 90), ni siquiera se trataba. Pero él fue dando pistas –o al menos así las he interpretado después- de todo lo que me he ido encontrando a lo largo de mi vida y en la búsqueda del conocimiento de ese convulso siglo XX de nuestro país.
Decía él que en España siempre hemos tenido muy malos políticos desde el siglo XVIII y nos hablaba de que los mejores hispanistas estaban fuera de nuestro país. Con él conocí a Ian Gibson y al Gerald Brenan de Al Sur de Granada, un libro que debo tener aún en casa y del que Fernando Colomo hizo una película. Nunca hablamos de la Guerra Civil, del Alzamiento, del Golpe de Estado ni de la Segunda República pero ahí nos había dejado al autor de El laberinto español, una obra que recupero en unos tiempos como los de hoy. Tiempos que evidencian los estigmas que venimos arrastrando, las taras de nuestra perfecta democracia, las veces que caemos en los mismos errores y cómo hacemos para que todo se perpetúe porque, precisamente, no hacemos política.
Decía Brenan que “No es pues de extrañar que la mayoría de los españoles —en los distritos campesinos, la inmensa mayoría— prefiriese mantenerse al margen de toda política. Valía más aguantar agravios e injusticias, cualesquiera que fuesen, que no arriesgarse a lo peor protestando, ya que los tribunales de justicia no aseguraban la más mínima protección. La separación de poderes es cosa que jamás ha existido en España y los magistrados eran simples empleados del gobierno que recibían órdenes de arriba. Condenaban y absolvían a quien el gobernador civil les ordenase condenar o absolver. Y todavía era peor en los pueblos, donde los jueces estaban a las órdenes directas del alcalde y del cacique que lo había nombrado. Aun en casos de gravedad, que rebasaban su jurisdicción, intervenían ellos, haciendo desaparecer pruebas, corrompiendo testigos y cosas por el estilo, hasta obtener el resultado que se deseaba. Solamente un pueblo tan paciente y fatalista como el español puede haber aguantado siglos y siglos tales condiciones de vida, desamparado de la justicia más elemental”. Lo escribía en 1943 y se refería a la Restauración…¿nos suena?
“Se estimaba generalmente que el fraude fiscal por la propiedad en toda España ascendía del 50 al 80 por ciento del total. Pero la gente pobre no se beneficiaba nada con ello; al contrario, tenía que pagar más aún”…. “La desconfianza de la opinión pública española respecto a los poderes constituidos se había hecho endémica. El viejo sentido de unidad bajo el rey y la Iglesia de los felices tiempos pasados, había pasado dejando en su estela una nube de oscuras sospechas. Era pues condición esencial la exclusión de este factor peligroso e imprevisible: la opinión pública. De manera cada vez más frecuente, el gobierno tenía que recurrir a la policía junto con bandas de matones para mantener a distancia a los votantes hostiles”.
Impresionante la actualidad de Brenan. Pero más allá de Cataluña, que permea –antes y ahora- todo, lo que me preocupa de lo que está ocurriendo en nuestro país últimamente es la calidad de nuestra democracia, y viendo las medidas del Gobierno central y la actitud de muchos ciudadanos creo firmemente que esta democracia joven, moderna y estable tiene demasiadas fugas.
No creo en el independentismo y sí en el internacionalismo pero entiendo la sensación de pueblo. ¡No sé por qué nos asombra tanto, viviendo en esta provincia de reinos de taifas! No coincido en llamar a los Jordis presos políticos. Creo que se desvirtúa lo que ha significado en nuestro país ese concepto con Marcos Ana, como exponente. Tampoco creo en la legitimidad de la consulta del 1-O en Cataluña pero sí tengo claro que aquello fue una expresión de la voluntad popular por querer expresarse. Una mayoría suficiente a la que nuestra democracia tenía que haber dado respuesta de otra manera. No con porras y violencia.
Y eso me hace cuestionarme la calidad de nuestro sistema democrático y cómo el sistema pretende que continuemos sin hacer política, sin que la sociedad civil, diga, plantee, eleve la voz. Que la democracia se reduzca a una votación cada cuatro años. Y todo esto tiene que ver con esa nefasta tradición que nos persigue y que se ha hecho endémica con el franquismo y la dictadura. Decía Brenan que España necesitaría al menos 50 años para recuperarse de la Guerra Civil. Han pasado 81 años y las heridas aún supuran porque nunca se cerraron y, sobre todo, porque sigue existiendo ese franquismo sociológico que lo impregna todo de manera impune.
Cuando en un país se ha matado por pensar de una manera, cuando se ha encarcelado de la noche a la mañana como meros delincuentes a personas respetables acusadas de ‘rebelión’ cuando su ‘delito’ era ser concejal republicano, sindicalista o maestro y, sobre todo, maestra, la aprensión a elevar la voz, a plantear alternativas, a hacer política existe y persiste. En la actualidad en forma de apatía porque de lo que se trata es de despolitizar a la sociedad: que la hagan otros. Por eso, durante toda mi vida he escuchado la frase de “¡calla y no te señales!”, “mejor no te metas en eso”. Lo decía en voz alta una de las protagonistas de nuestro documental ‘Las víctimas sin llanto’ y a mí misma me la han aplicado o me lo siguen recomendando.
Y así estamos. Que una de las crisis más importantes –que no la única ni la mayor- de nuestra democracia, está siendo resuelta con porras y con el artículo del 155. No hablo de Cataluña, sino de la capacidad de reacción y respuesta de nuestra democracia. Con la ley, dirán muchos. Esa que se cambia a pesar de ser sacrosanta, no obstante. Sin política, diría yo. Y era la hora de hacer eso.