El debate está servido. Han sido muchas las conversaciones en las últimas semanas sobre la pérdida de la esencia en el Carnaval, incluyo el concurso de agrupaciones. Aunque no es nada nuevo, parto de la base de que esto de los cambios es inherente al desarrollo del propio rito y deberíamos de asumirlo como norma, este año parece que la preocupación para algunos ha ido en aumento.
El asunto quizá sea más una cuestión de dimensiones. Me explico. De la dimensión que están tomando algunos aspectos que nos pueden resultar preocupantes. En el caso del concurso de agrupaciones sería la frialdad de un público devoto pero pasivo que es capaz de recorrer cientos de kilómetros en un día para acudir al Falla, ver a sus estrellas del rock favoritas o aplaudir ciegamente a la agrupación líder del top ten de su pueblo.
Para ellos es como poner una pica en Flandes. Cumplir un sueño televisivo. Se les puede identificar por sus caras de fascinación y la misma admiración que cuando aquel niño entró en Disneyland París y se encontró con el Ratón Mickey. La cuestión es que se hizo una foto con él y luego lo abandonó por el Pato Donald.
Hablo en voz alta. Planteando la reflexión y sin querer imponer verdades absolutas. Pero me surgen preguntas. ¿Queremos convertir el concurso en ese parque temático superfluo, vacío de irreverencias y descafeinado que intenta agradar a todo el mundo para que se lleve una buena impresión y vuelva mañana? ¿Deberíamos reservar una cuota de entradas para la gente de Cádiz a precio moderado para garantizar un mínimo de gaditanismo durante el concurso? Me surgen otras dos cuestiones al hilo de esta última. ¿Quiénes son la gente de Cádiz y qué es el gaditanismo?
Al mismo tiempo, volviendo a las esencias, chocaríamos frontalmente con la palabra libertad. Tan usada y manida sobre las tablas del Falla. Podríamos convertir esta parte del Carnaval que es el concurso de agrupaciones en un club exclusivo con socios preferentes. Donde se pide permiso para entrar. Donde hay que cumplir con la etiqueta y donde hay que saber comportarse a la manera de para ser y sentirse una unidad aceptada dentro de la masa. Uf, como me recuerda este párrafo a una caseta de feria.
En el caso de la calle, además del factor parque temático para viajeros que no saben viajar, podemos añadir la resistencia local. Un factor interno que tampoco es nuevo pero que sí está aumentando su presencia e influencia durante el Carnaval. Vecinos que sin previo aviso ni conversación lanzan un huevo, cubo de agua o disfrutan rociando sádicamente con la espuma apagallamas del extintor o los petardos a todo el que se le ocurra cantar más allá de lo que ese balconetti crea conveniente.
Todo el mundo entiende que mañana hay que trabajar. Que to quisqui no puede pillarse las vacaciones en Carnaval, que siempre hay un niño pequeño que tiene que dormir o un enfermo que descansar. Pero me siguen surgiendo preguntas. ¿En qué momento a esas personas antes de desplegar la habilidad de la diplomacia se les ocurre agredir sin mediación internacional a ese público que por norma general manda callar para poder escuchar el repertorio de las agrupaciones? Si vivieran en Valencia y en Fallas me darían miedo. Y todavía no he visto ninguna agrupación que no se trasladara con su séquito público a otra calle ante una queja vecinal de este tipo.
En conclusión. Tenemos dos dimensiones a la que enfrentarnos. ¿Qué tendríamos que hacer al respecto? ¿Dejar que todo fluya de forma natural y que el tiempo decida lo que ha llegado para quedarse? ¿O quizá actuar e intervenir a favor de la conservación de las tradiciones supuestamente inviolables?
Lo cierto es que cada vez son más las voces que defienden a la hora de cantar en el escenario o en la calle que se sienten como en tierra extraña, cantando ante seres extraños, como si esto no fuera Cádiz y el Carnaval naciera ayer.
Abro el debate desde esta tribuna. Quedan invitados a participar.