Libro sorprendente y audaz, RÍO TAO incluye cinco narraciones de insólita intensidad y lirismo, impregnadas de humor y ternura, con una inusual capacidad de observación y un asombroso dominio de las posibilidades de las palabras para hacernos ver, para invitarnos a soñar, para invitarnos a vivir. En «El pequeño libro de Liezí» conoceremos a un ser venerable que trata de sobrevivir en nuestros tiempos, un irónico y paradójico santón del que se van desgranando sus andanzas, reflexiones y sucesos, su sabiduría cordial y sugerente. «A propósito de una paloma que se posó en la tumba de don Manuel Azaña» es un escueto cuaderno de notas que nos lleva y nos trae delicadamente mundo adentro. «El primer cuento del mundo» supone una gozosa celebración de la fantasía, de los cuentos, de la infancia. «Al principio eran las montañas» resulta un homenaje deslumbrante a las palabras que nombran un mundo que está desapareciendo: la naturaleza, los pueblos, su cultura. «Río Tao», el texto que da título al conjunto, concluye el viaje mostrándonos cómo el viaje nunca acaba, está naciendo siempre.
T. S. Norio nos ofrece en este libro una singular escritura emparentada con las formas de la magia: poética, sumamente imaginativa, juguetona, sutil, exacta, capaz de hacer historia del presente y, al mismo tiempo, de inventar y abrir caminos para el porvenir. El lenguaje como hechizo. La literatura como revelación. Historias y personajes que se quedarán a vivir con nosotros, en nosotros. La vida es un río. Este libro es un río. Así que sean un río: rían. Respiren hondo: el viaje es ahora.
Los relatos que se ofrecen pertenecen a la primera sección del libro “Río Tao”: «El pequeño libro de Liezí».
Liezí subió un día al pico Pienzu. Mucho tiempo permaneció allí. Al volver, le preguntaron qué había visto: —He visto un bosque de hayas; dentro del bosque de hayas he visto un molino; dentro del molino he visto un acebal; dentro del acebal he visto una pradera; dentro de la pradera he visto un camino y dentro del camino —dijo Liezí— he visto otro camino, y así, he llegado al final de los pastos y he visto arriba el mar y la nieve de las montañas y, abajo, tres perros rabiosos: el sufrimiento.
Velárdez, que era uno de los que escuchaba, observó que lo que había dicho Liezí no significaba nada.
Liezí calló, despidiose y volvió a las montañas.
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Liezí gustaba de lavar los cacharros con agua fría. Velárdez fue un día a visitarle y se apercibió de ello.
—¿Por qué lavas los platos con agua fría si tienes calentador?
—Si lavase los platos todos los días con agua caliente —dijo Liezí— me olvidaría de que el agua estaba caliente y sólo me acordaría de ella cuando no saliese caliente, y con fastidio. En cambio, lavando los platos con agua fría me refresco las muñecas y siento el agua en cada poro. Luego, los días que pongo el agua caliente, es una fiesta en la piel. Y así, cuando lavo los platos con agua fría siento el agua fría y cuando lavo los platos con agua caliente siento el agua caliente.
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Velárdez visitó a Liezí y le preguntó por las raíces del fastidio.
—Las raíces del fastidio son tres: querer tener lo que no tenemos, dejar de tener lo que teníamos y tener lo que no queremos tener.
—No sé si entiendo, ¿querría el Venerable explicarme mejor eso?
—No —dijo Liezí.
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Del dinero, Liezí decía que primero se había inventado el dinero y después el pan de los hijos y después el arte sutil de las ganancias y después la palabra extranjero. Velárdez no estaba de acuerdo y opinaba que esos argumentos no tenían sustento científico, pero hacía ya mucho tiempo que a Liezí no le importaba tener o no razón.
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Liezí decía que había que asombrarse de los asombros pero que no había que pasarse el día buscando asombros. Decía que cualquier sitio, bien mirado, tenía algo de harén. Que cuando nos mecíamos estábamos desaguando energía.
También decía que la vida era como hacer un bizcocho en una cocina nueva: nunca se sabía cómo iba a salir. Como un truco de magia. También, que para ser sabio había que dejar de ser sabio. Primero había sido el hambre y luego la comida; primero la sed y luego el agua. Lo que costaba un esfuerzo producía alegría, pero un melón robado siempre sabía mejor, decía. A Liezí no le gustaba ser hablador, pero cuando hablaba, hablaba. A este respecto, decía que cada conversación era un concierto. Decía que había cantos a capela, concierto para gaita y clavecín, duetos y grandes orquestas y chelos solos. «Hablar es un bozal —decía—, es el bálsamo perfecto, si el mundo se pasase tres días sin hablar nos volveríamos locos unos, otros santos y, los más, precipicios». Luego, ya, callaba.