Aproximadamente dentro de un año seremos llamados a ejercer nuestro derecho de voto en elecciones municipales. Eso supone que, más pronto que tarde, estaremos inmersos en la dinámica mediática y partidaria que tal hecho comporta. Es decir, la habitual retórica que nos relata visiones de nuestro territorio cotidiano incrementará su densidad para orientar nuestro voto, aunque pensemos que no hay coincidencia entre lo que escuchamos y lo que nosotros vemos. De una u otra forma, es lo que diariamente ocurre: se nos habla de ciudades inclusivas, se nos alaba las bondades de ser una ciudad inteligente o se nos trata de seducir con la idea de que nuestro territorio se incorporará al club de ciudades alfa. Sin embargo, el simple deambular por las calles de nuestra población o, mejor aún, el observarla interrogándonos a propósito de lo que vemos, nos traslada, más que sus imperfecciones, la duda acerca de si lo percibimos del mismo modo que lo hacen aquellos que participan de esa retórica fácil y tópica.
Resido en una ciudad -Sevilla- en la que está demostrada la existencia de una fuerte correlación entre el nivel de renta y la participación electoral tanto en elecciones municipales, autonómicas como en generales. No es un fenómeno sorprendente, porque es propio de ciudades caracterizadas por su bajo capital social y su creciente desafección hacia los partidos políticos. Y construidas, sobre todo, en torno a su desigualdad económica. Lo reseñable es la tendencia a una mayor desmovilización de los individuos con rentas más bajas en aquellos procesos electorales donde los resultados de participación son más bajos. Es decir, que los individuos de rentas bajas no solo son los que en menor proporción participan, sino que son los primeros en dejar de participar cuando desciende el nivel de participación. No me cabe duda de que no sería nada difícil comprobar si tal cosa ocurre también en Cádiz.
El asunto no es baladí, porque el hecho de que una persona, libremente, decida no ejercer su derecho al voto es entendible, pero ya lo es menos cuando la probabilidad de participar en un proceso electoral, o no hacerlo, atiende a factores objetivos y no a decisiones subjetivas del individuo. Tal hecho, sin duda, pone en cuestión principios básicos de la democracia representativa, como es el grado de inclusión que debería ser capaz de generar el sistema político, por un lado, o como es el nivel de participación activa en los asuntos públicos de todos los capacitados para ello. Dicho de otro modo, ¿para qué, si no es para contribuir a lo público, unas elecciones municipales?; el viejo argumento de que se va a votar para elegir entre élites podrá ser cómodo -por desmovilizador-, pero no es coherente con quienes profesan idearios de libertad, igualdad y solidaridad.
En tiempos en que los partidos políticos se preparan para mejorar su posicionamiento en el mercado electoral buscando incrementar su cuota de éxito, convendría recordar a las autoridades locales que, a pesar de las limitaciones del nivel municipal para llevar a cabo medidas de fomento de la participación electoral, hay iniciativas posibles. No se trata de pensar sólo en que la mejora en las rentas más bajas repercutiría de manera considerable en la participación electoral, sino, y sobre todo, en cómo hacer otras políticas que hagan natural participar a aquellos a los que la convocatoria electoral no les motiva a nada.