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J garcia
Fotografía: Jesús Massó

Agostaba un otoño más cálido y más seco que de costumbre junto al Arco de El Pópulo. Una ilustre familia gaditana no parecía, sin embargo, perder su costumbre de arremolinarse bajo el último rayito de sol que la sobremesa regalaba a la terraza más próxima. El abuelo tamborileaba sobre la mesa lo que muy bien podría intuirse como una vieja melodía de cuplé de esos que hicieron época, un tiempo remoto y desconocido para el nieto de unos seis años que correteaba entre las sillas del velador. La abuela, siempre pendiente del abuelo. Papá y mamá se encargaban de pedir la comanda de cafelitoss y bollería varia. Y tampoco faltaba el tío. Ni su perro. Un bulldog emasculado y, no sabemos si por eso, con cara de pocos amigos. Ni que decir tiene que todo el centro de atención lo constituía el pequeño, cuya educación parecía la gran preocupación de la familia, no por tradicional, ajena en momento alguno a la importancia que en un mundo como el actual posee la educación bilingüe. De manera que el padre y el abuelo jaleaban al niño y lo interpelaban a gritos, tal vez para conocimiento de toda la parroquia congregada en la misma terraza, entre la que me encontraba, de lo muy en serio que allí se tomaba la educación en idiomas del niño:

  • ¿Cómo se dice mariquita en inglés?

El niño seguía correteando y no parecía terminar de escupir la primera palabra que, posiblemente, su familia le había enseñado en ese idioma hoy imprescindible para la buena educación del infante, como es el inglés. Pero la perseverancia del gaditano, cuando quiere ser jartible, no conoce parangón. Y el abuelo volvió a la carga con la pregunta:

  • ¿Cómo se dice mariquita en inglés?

Fíjense que en esto la madre empieza a incomodarse un poco y hace un intento por introducir otros conceptos en la clase sobre bilingüismo que se nos estaba brindando a toda la concurrencia en aquella agonía de otoño, tal vez advertida de la mirada de fuego que le dirigía mi compañero de mesa. Pero allí estaba el tío para terminar la traducción que el sobrinillo no acertaba a completar:

  • ¡Chupaculos! – exclamó jocoso mientras acariciaba el lomo de su bulldog.

Pintura tan costumbrista, de estampa tan larriana, sobre la familia gaditana, me tuvo varios días pensando sobre aquel castellano viejo que nos retratara para la posteridad nuestro ‘pobrecito hablador’, quizá tan viejo como los protagonistas de nuestra historia, pues “cree que toda crianza está reducida a decir Dios guarde a usted al entrar en una sala, y añadir con permiso de usted cada vez que se mueve”.

Y no me malinterpreten. No saco a colación este episodio de sobremesa y guasa gaditana para hacer ningún alegato en favor de ningún lenguaje políticamente correcto. Me consta que las palabras son realidades interpretables según criterios de situacionalidad del discurso, inextricables de su contexto lingüístico y extralingüístico, de las posiciones que ocupan los agentes del proceso comunicativo, de la intención comunicativa del hablante y de su percepción por los oyentes. Sin embargo, tal y como sucede la secuencia de los enunciados descritos, no cabe duda que los prebostes de la familia trataban de ensayar en el niño el acto performativo de “injuriar y zaherir al maricón”, inculcar un rechazo tan interno y profundo en él a la mera alusión a la homosexualidad que su heterosexualidad adulta quedase completamente reasegurada.

No es de extrañar, según las estadísticas y la propia experiencia cotidiana en los centros educativos, que los insultos que más se repitan en los institutos de Secundaria de nuestra comunidad autónoma sean “maricón” y “bollera” y toda su fuerza ilocutiva como acto de habla con consecuencias prácticas y, a veces, demasiadas veces, drásticas. Y este sí es el tema del que quería hablar, de la violencia, real y simbólica, que la normatividad heterosexual instala aún hoy en los espacios públicos, especialmente si son aquellos donde se gestiona la atención y la educación de la infancia, para hacer desaparecer de los mismos a lesbianas, gais, transexuales y gente queer.

Porque la clase de inglés de nuestros vecinos difiere poco en sus objetivos de los de la familia que montó un escándalo por “adoctrinamiento” al entrar el pasado verano en la ludoteca municipal y observar unos dibujos de pingüinos gais expuestos en la pared o, más recientemente, de los del periodista Luis del Val llamando “maricones de mierda” a los integrantes de la carroza de Orgullo Vallekano que había sido invitada por los vecinos del barrio a participar en la última Cabalgata de Reyes Magos. Para unos es una fobia que se agita en el inconsciente colectivo y trata de conjurarse con la defenestración jactanciosa de un sujeto patético al que nombraremos ‘mariquita’. Para otros es un tabú, una realidad incómoda que nos negamos a tener que ver. Pero sus efectos son los mismos: la supresión de las personas lgtbiq del espacio público, al menos de aquellos que no hayan sido señalados de manera explícita como aptos para tolerar su presencia.

Muy socorrido en estos casos es invocar a la sacrosanta libertad de los padres de educar a sus hijos conforme al ‘credo’ que estimen más conveniente. Pero, ¿puede ser esta libertad ilimitada? ¿Estamos condenados los niños gais y las niñas lesbianas, los chicos y chicas trans, el alumnado que proceda de familias homoparentales, el profesorado lgtibiq, a convivir con estas violencias que, con cauta dosificación en su intensidad, trata de regular nuestra presencia allí donde se ejerce la pedagogía social más elemental para que vayamos conociendo cuál es el espacio que se nos va a conceder en el mundo exterior? Y si no se interviene en el ámbito educativo para que niños criados en familias como la que protagoniza hoy nuestro relato no destrocen las vidas de otros niños, ¿qué haremos? ¿apostarlo todo a la vía punitiva? ¿esperar a que cuando sean mayores cometan delitos de odio por los que poder mandar contra ellos a toda una jauría de jueces y fiscales para que resuelvan lo que no se atrevió a erradicar la pedagogía oficial?

Bicho, bicho. Yo prefiero pensar que esta familia gaditana no es, en realidad, tan representativa de ‘la familia gaditana’, que sus integrantes son, como ya nos apuntara Larra con sarcástica mirada, gaditanos viejos en “este país de exabruptos”. En todo caso, la opción no puede ser nunca mirar para otra parte ni taparse los oídos ¿no?

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