El lenguaje sirve para comunicarnos. A través de él expresamos nuestros pensamientos, sentimientos y opiniones. Describimos, cualificamos y cuantificamos lo que encontramos a nuestro alrededor, y determinamos cada objeto en femenino o masculino. Es por eso que no comprendo el rechazo y la sorna que provoca que algunas –más que algunos- queramos expresarnos a través del lenguaje inclusivo o no sexista, como quieran llamarlo.
La Consejería de Educación, en su II Plan de Igualdad, ha establecido la obligada utilización del lenguaje inclusivo en todos los centros educativos. A regañadientes algunos y algunas lo han incorporado en sus documentos administrativos. Queda por saber si la comunicación se realizará también de forma inclusiva dentro de las aulas. Un dato a tener en cuenta: ésta no es la única medida establecida en este plan, que abarca también iniciativas encaminadas, por ejemplo, al favorecimiento de la incorporación de la mujer a los ciclos formativos masculinizados o que concibe protocolos frente a la violencia de género o el acoso en las aulas.
Quieran o no sus detractores, y con independencia de lo que vengan a establecer las distintas normas, ya es imparable la transformación del lenguaje en este sentido. Y eso se puede ver en las nuevas generaciones de jóvenes. En las aulas, por ejemplo, cada día es más común que el alumnado utilice para dirigirse a su grupo el femenino y el masculino. En mi caso también lo percibo en mi entorno familiar, en mis hijas. Para muestra un botón. No hace mucho mi hija la “mayor”, mirándose al espejo, preguntó sobre una cuestión de su cuerpo. La respuesta que recibió fue: “los hombres somos así”. Ella miró extrañada e inmediatamente contestó: “pero si soy una niña”. ¡Ahí está! La alusión “genérica” fue claramente confusa para ella. ¿Cómo alguien podía darle una respuesta en referencia al sexo masculino? “¡No tiene sentido!”, debió pensar. Ambas –mis hijas- mencionan en sus conversaciones el femenino y el masculino cuando el grupo está formado por niños y niñas. Y no pasa nada. Absolutamente nada.
Porque esto es tan simple como darnos cuenta de cómo nos sentimos, o al menos, nosotras, y de no caer en las trampas del sistema patriarcal que sigue empeñado en invisibilizar a las mujeres. Una de sus formas a través del lenguaje. No se trata de reglas gramaticales u ortográficas o de ‘mega’ estudios lingüísticos, es simplemente si me doy o nos damos por aludidas cuando alguien refiere ese mal llamado –al menos para mí- genérico masculino. Porque si estoy en un claustro de mi centro escolar y el Director o Directora refiere lo que debemos hacer los “profesores”, que quieren que les diga, entenderé que la orden no va dirigida a mí. Y si estoy en mi aula y anuncio a mis “alumnos” que deben hacer unos ejercicios, comprenderé que ellas –las alumnas- no se pongan manos a la obra. Y claro en estos momentos alguien pensará menuda estupidez. Sí, es verdad, lo será para ti, que o bien eres hombre y por lo tanto siempre has estado integrado en el lenguaje, o lo es para ti –mujer- que quieres mantener las reglas ancestrales inventadas por hombres y que vienen “machaconamente” a impedir que la mujer sea visualizada.
¡Qué importante es el lenguaje! Y si no que se lo digan a las deportistas que estos días dan lo mejor de sí en los Juegos Olímpicos representando a sus países para que algunos sólo tengan palabras sobre su aspecto físico o su estado civil, y de soslayo hablar sobre el tiempo que emplearon en la prueba. O que se lo digan a las mujeres que luchan día tras día por la materizalización de la corresponsabilidad en las tareas domésticas, y se encuentran con el “te ayuda”.
Los tiempos cambian y el lenguaje también. Se suprimen palabras. “Señorita” debería ser una de ellas, como ya ocurriera en francés, por su connotación peyorativa y por suponer una intromisión en nuestra intimidad.
Hasta no hace mucho me sentía una mujer acomplejada en el uso del lenguaje inclusivo y ello porque siempre quise que me llamaran como lo que soy y me enfadaba cuando no lo conseguía. Ciudadana, trabajadora, profesora, madre, hermana, hija y, en un tiempo atrás, concejala. Ahora, sin complejos, exijo que si quieren que les oiga deben dirigirse a mí, y ello pasa por el uso del femenino, de la A –que no de la “arroba”-. Sororidad, señoras, sororidad.
Fotografía: María Alcantarilla