Fotografía: Jesús Massó
Invoco el alma de la tierra más antigua y más bonita
Antonio Martínez Ares
Como si del nacimiento de un río se tratara, desde que nazco me acompaña un ramillete de coplas que deriva en la misteriosa fuerza roja de una tierra tan recién nacida, tan azul y tan antigua que según con el cristal que se la mire, se reconoce en la tramposa mirada de una niña cualquiera que esconde su miedo redondo entre las piernas temblorosas de su madre y también se reconoce en las valientes arrugas de una abuela cualquiera que a paso de taca-taca encamina su tarde hacia la plaza para volar bajito con las palomas y se reconoce también en el estómago frío de una madre cualquiera que hace malabares en el desayuno de cada día. Una fuerza con tres mil espejos que se va construyendo con cada paso que doy, con cada paso que damos. Una fuerza roja que, como nosotros, cambia desde que nace y nos ofrece desde el principio, desde antes de ayer, desde siempre semillas en vez de raíces. Gente.
Me gusta ser gente en esta ciudad. Me gusta la gente que hace de un teatro la calle, de la calle un teatro. Gente que se convierte en otra gente con la única intención de ser. Y soy de esa gente que se pintan alegrías con dos coloretes más rojos que la propia alegría. Somos gentes y me gustan todas nuestras caras y todas nuestras cruces.
Quizás sea por eso que me extrañen y me desconcierten las tormentas que nos avecinan, los picores de cabeza, la asombrosa caspa que nos ilumina con una verdad tan blanca y poderosa que nos hace temblar de miedo, a nosotras, gente de luz frente al cambio por ejemplo de un patronato que está creciendo, frente al cambio por ejemplo de repertorios que cambian cada año y que nosotras mismas exigimos que cambien, frente a un concurso que ahora entiende que gente es autor como gente es el componente como es gente el aficionado. Y aquí seguimos temblando la misma gente, ya da igual el cambio que sea, ya da igual que nosotras mismas pidamos el cambio, vamos con el temblor justo de la valentía que nos permite nuestra pequeña conciencia de sofá y estufa y nos sentamos frente a una red que nos ayuda a pisar todas las flores de este jardín que no nos parecen auténticas, que no reconocemos en nuestras cruces, que no reconocemos en nuestras caras y sin pena y con menos gloria creemos firmemente que nuestra verdad es la más verdadera porque la del otro no nos gusta, porque las del otro nos da miedo o peor aún porque ignoramos que haya otra. Hacemos guerra contra nosotras mismas, contra la propia sangre y a la mañana siguiente calentamos café en vez de hacerlo de nuevo para que se lo beban nuestros hijos. Estamos educadas en la mismas heridas, estamos educadas en la misma guerra, toda la gente, todos. Me pregunto qué pasaría si los cambios fuesen más dramáticos que los espectaculares y maravillosos giros que Antonio Martínez Ares nos trae este año y con el que todas más o menos comulgamos, qué pasaría si el cambio fuese más dramático que la supresión de un descanso en las sesiones de preliminares, de qué hablaríamos entonces, cómo gestionaríamos el miedo. Si ahora temblamos ante un abismo que está forrado de gomaespuma, qué pasara cuando en verdad tengamos que cambiar algo.
A pesar de eso, me gusta la gente, la semilla que riega el capricho de febrero, la blanca flor que viste el llanto de mayo, el fruto en los brazos del agosto más perverso y la estéril hoja del poderoso cadáver del otoño, la gente que cambia sin darse cuenta. Y aunque a veces me siento menos gente y reniego de la gente, otras muchas me escondo en las piernas de mi madre y camino tristemente a la plaza por volar bajito con las palomas y también hago malabarismo para desayunar y acabo siendo gente de nuevo que tiembla rendida a los pies de la gente.
Como tú y como yo, la gente que cambia está temblando,
¡No le pidamos tantas peras al olmo!