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Sara
Fotografía: Jesús Massó

Ella me mira y no sabe la edad que tengo.

No sabe si soy una niña pequeña, una mujer madura, si tengo ochenta y ocho años o veinticuatro. Ella solo sabe que no voy a fallarle. En cambio yo solo sé todo, absolutamente todo, de sus datos personales. Vamos, la mayoría me los he inventado yo; empezando por el día exacto de su nacimiento y acabando por su nombre. Lo sé todo.

Ella me mira y no sé decirte muy bien, pero parece que me entiende.

Pasa tanto tiempo observándome que seguro que sabe todo lo que como, cuántas veces de media voy al baño, cuánto duermo, cuántas horas paso fuera de casa, si estoy triste, contenta, o si no quiero que me hablen. Ella lo sabe todo.

Él parece que no, pero también.

Ella no es la única, él también sabe lo que necesito, cuál es mi estado de ánimo, si estoy incómoda, si me estoy sintiendo amenazada, si no quiero que siga haciendo lo que hace. Él es el más listo, el más observador, y el que  mejor se lo monta. Se hace el tonto. Él se hace el tonto cuando le conviene, como se suele decir, pero a mí no me engaña, porque yo lo sé todo de él, burocrática y coloquialmente.

Se cree que no, pero yo lo conozco.

Y este otro…

Este otro con su simetría, con su perfección en los movimientos, con su elegancia y finura. Este otro es el que más me conoce. No es como los demás. Este puede que no sepa ni de qué especie soy, pero sabe hasta cuando tengo fiebre y a qué temperatura. Este otro es el que abrió la brecha. Y me mira que parece que me está perdonando la vida.

Catorce kilos, ella.

Veinte él.

Y el otro nueve.

Entre los tres suman cuarenta y tres kilos. Ese es el peso de mi felicidad. Cuarenta y tres kilos. Parece poco ¿Verdad? Pues sé que es mucho más de lo que la mayoría tiene.

Podéis tener coches, motos, casas. Casas limpísimas, sin pelo. Casas impecables, casas tan despejadas que ya por despejadas que son, o que están, parece que no vive allí ni un ser humano. Casas diáfanas, sin malos olores de perros, sin pelos de gato, con los muebles perfectos sin un rasguño, sin un ápice de ruido, sin polvo, sin alma, casas sin vida, casas preciosas que solo usas para ir a «cenar» algo que has sacado de una bandeja de plástico de la nevera plateada de dos puertas que hace hielo, que por dentro parece un cortafuegos; y para dormir, con suerte verás un capítulo de una serie de Netflix en tu iPad. Y nada más.

Hace ocho años  comencé lo que todas y todos llamaban «chiquilla tú estás loca cuando te tengas que ir fuera qué» que traducido resulta tener animales por mi propia cuenta y riesgo.

Me hace mucha gracia que los seres humanos digamos que los animales dan mucho trabajo. Eso demuestra que no sabemos de qué se tratan los animales. Eso demuestra que pretendemos convivir con los animales a modo de adornos o juguetes. Los animales no «dan trabajo», es que en eso consiste tener un animal. Si te molesta sacar a tu perro, o lo consideras un trabajo, o un esfuerzo yo me pregunto ¿Qué querías de ese perro? ¿Qué pretendías? ¿Que te chupase los pies y se sacase solo a la calle?

Los humanos nos hemos convertido en una especie terriblemente peligrosa. Somos una especie que ya no entiende de otras especies; entiende de humanos vs animales. La cosa más ridícula del mundo entero. Entendemos de cosas materiales, de valores de bolsa, de prima de riesgo, de lo difícil que es una raíz cuadrada… pero parece que hemos perdido el verdadero sentido de la existencia, parece que nuestras casas se han convertido en solares de acopio, en cementerios de cosas, y ni rastro de nuestros semejantes.

Sé que mucha gente no lo entiende, pero yo no cambiaría por ningún tipo de vida los cuarenta y tres kilos de felicidad que me proporcionan estos tres maravillosos seres.

Y aunque ella me mire y no sepa la edad que tengo, ni de qué raza soy, ella sabe que siempre, siempre estaré con ella, que la quiero, y que también sé que ella me quiere a mi.

Ella lo sabe, y ellos también. Saben que son mi familia, vaya.

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