Fotografía: José Montero
Algunos amigos me mandan fotos o sugerencias de sus viajes, cosas que han visto en otros sitios y que les gustaría para Cádiz. No evoluciono, viajo, decía Pessoa, y hay quienes dan buena cuenta de ello. Huertos urbanos en azoteas de edificios públicos , alumbrados bellos y sencillos en puentes, o murales artísticos en fachadas que aguardan obras, son algunas de esas propuestas. Luego ocurre que no está en nuestras manos o que no hay consenso o no hay permisos y el tiempo pasa y se acumulan. Otro asunto es el dinero.
Mientras escribo para el Tercer Puente, estoy de vacaciones en Budapest. Por recomendación de algunos de esos viajeros, me he hecho la ruta de los bares- ruinas que, además de ser dos palabras que conjugan a la perfección, o quizás por ello, son expresiones de ocio y cultura que creo podrían encajar perfectamente en una ciudad como la nuestra, llena de solares vacíos y fincas en ruinas. Estos bares que funcionan desde hace más de una década en Budapest como auténticas comunidades culturales tienen su razón de ser en los edificios abandonados, algunos palaciegos, del barrio judío. Y su explicación, tal vez, en el gusto de este pueblo por la lectura, las ciencias sociales y la música.
Hay una identidad y una forma de vida en los bares ruinas, al menos en los auténticos, que se perciben nada más llegar: aparcamientos de bicicletas en la entrada, flores que asoman de las ventanas rotas, huertos entre los escombros, grafiti en los desconchones. Un cubo de fregona es una lámpara y la mitad de un coche viejo, un sofá donde alternar cervezas de toda procedencia. Lo nuevo y lo viejo, lo útil y lo inservible, lo contemporáneo y lo vintage, armonizan sin complejo de ninguna de sus partes. Hay poemas en los retretes, muestras de pintura en directo, cine, teatro, mesas de ping pong y ordenadores en uso. Y hay algo de gueto en la ruina, que nos hace vulnerables, sociables en la necesidad del resto y solidarios en el tiempo y la memoria. Por lo demás, también hay distensión y una diversión pacífica y sin estridencias. Pero quizás lo que marca la diferencia de estos espacios es que además de dar vida a una calle que hasta ese momento podía ser triste y ruinosa, se hace, o aparenta hacerse, de una manera colectiva, desde la reflexión y la construcción de mucha gente, la autóctona y la visitante, la fugaz y la permanente. Esto es lo que determina que sea un proyecto de raíz, más que una exitosa moda, y por eso quizás perdura y sigue trasmitiendo valores a sus jóvenes. Algo parecido a los centros culturales de barrio que en esta ciudad nunca tuvimos porque en la época del España va bien, se optó por otro modelo cultural que excluía ese tipo de expresiones en las que uno podía ser más que espectador, protagonista.
En cualquier caso, los bares-ruina son sólo un ejemplo de cómo revitalizar con poco coste una ciudad. Igual ocurre en otros ámbitos del urbanismo. En las grandes ciudades, los parques son salas de lectura, espacios de encuentro que se pasean y se pisotean. En Cádiz tenemos escasas zonas verdes y las que tenemos son de mírame y no me toques o plazas inertes como la Plaza de España, condicionada por el tráfico y el aparcamiento. Claro que si un día se nos ocurriera algo por poco similar poniendo por ejemplo a oferta pública solares con décadas en desuso o dotando de mobiliario urbano los jardines de nuestras plazas para primar el uso de la gente al de los coches , se nos acusaría de chabacanos e ignorantes o de renegar de las buenas costumbres y tradiciones. Lo más, tendríamos una oposición armando toda una batería de obstáculos, el rechazo de algunas comunidades de vecinos y un puñado de normas obtusas que, eso parece, viajan poco. En cualquier caso, vengan las críticas que vengan -y vendrán se haga algo o no- gobernar es tomar decisiones y en esas estamos.