Fotografía por Jaime Mdc
Como es bien sabido, entre 1911 y 1915 (momentos de especial trascendencia para el mundo) el sociólogo y politólogo alemán ─ y socialista para más señas─ Robert Michels, formuló la que desde entonces habría de conocerse como “ley de hierro de la oligarquía”. Toda organización ─venía a decir Michels─ acaba indefectiblemente siendo dirigida, conducida, dominada, por una élite, por una oligarquía, que determina su orientación, su razón de ser y sus prácticas, eventualmente por encima incluso de los intereses, ideología o expectativas de la mayoría de los integrantes de tal organización y de la sociedad en que esta se inserta. La conocida obra en la que se enuncia esta “ley de hierro de la oligarquía” lleva por título Los partidos políticos, ya que su autor quiso concretar aquella enunciada ley general de las organizaciones analizando las estructuras y funcionamiento de los partidos políticos, teniendo como horizonte la denuncia de ciertas realidades que a su entender entorpecían el desarrollo de la democracia.
No es este lugar ni momento (ni me considero capacitado, a pesar de haber leído atentamente este estudio en más de una ocasión) para un análisis en profundidad de los postulados que llevaron a Robert Michels a formular su conocida teoría. Pero lo que me parece que no tiene duda, además de su importancia como análisis político que ha resistido perfectamente el paso del tiempo, es el alto grado de confirmación empírica que esta “ley de hierro” ha tenido desde su formulación hasta nuestros días. Si analizamos con objetividad y ponemos en relación el devenir, las prácticas y la realidad actual de nuestras organizaciones políticas con las conclusiones expresadas por Michels, difícilmente podríamos desestimarlas. Es más, creo que la “ley de hierro de la oligarquía”, aplicada a los partidos políticos, es uno de los principales obstáculos (y que por tanto habría que revertir sin más dilación) para el posible, y deseable, advenimiento de una nueva política, cualquiera sea el sentido positivo que queramos dar a esta expresión.
Y lo grave es que, además, los partidos que tradicionalmente han venido haciendo buena, confirmando, validando, la “ley” de Michels, suelen demonizar y menospreciar a esas otras organizaciones políticas (que las hay) que intentan, con mayor o menor acierto y fortuna, ensayar nuevas formas de funcionamiento y organización. Me viene a la mente una reflexión al respecto de Josep Ramoneda: “Una sociedad sin expectativas es una sociedad varada. Las mitificadas generaciones de la transición soportamos mal que otros intenten sacar el barco de la arena para volver a encarar el futuro”.
Se dirá que en nuestro contexto político se han producido intentos de contrarrestar los efectos perversos de esta “ley”, instituyendo prácticas como las primarias, por ejemplo. Pero el más elemental y desapasionado análisis de la realidad en que terminan desembocando estos intentos (que no niego bienintencionados) nos obliga al menos a un realista y sano escepticismo. No hay más que contemplar el panorama político actual. En definitiva, y a la vista de los actuales acontecimientos, parece que la ley de hierro de Michels resulta ser más férrea que nunca.
Vienen a cuento estas consideraciones ante la deriva, más que compleja confusa, de nuestros partidos políticos ante la posibilidad del advenimiento de una nueva política (si bien los de derechas o conservadores sí parecen tener claros sus objetivos). Situación que a mi entender es consecuencia de un marcado rechazo histórico de estas organizaciones a la mejora democrática de sus estructuras, de sus prácticas y de sus metas. El inmovilismo pasa factura, porque es contrario a la esencia de la democracia, cuya razón de ser y de resistir es la perfectibilidad, un concepto dinámico, es decir, la necesidad y posibilidad de recrearla y perfeccionarla continuamente. Para revertir “leyes” como la enunciada por Michels es preciso una clara voluntad por abandonar los viejos vicios políticos; se requiere un reposicionamiento dinámico y sostenido en favor de la renovación democrática, y no una mera adaptación sumisa ante ciertas engañosas realidades sobrevenidas, con el pretexto de un pragmatismo mal entendido. Quiero decir con ello que una nueva política, más democrática, si de verdad se considera deseable y posible, requiere trabajar para superar unos requisitos insoslayables, aun contando con la dura realidad. Con prudencia, sí, pero con convicción y sin prejuicios. Pero parece que nuestros responsables políticos, en línea con el pensamiento contable, no es que teman ser contraproducentes, sino contraproductivos.
De otro lado, y a juzgar por lo que uno percibe, lee, escucha, hay quienes respecto a la política aún creen que cualquier cambio significativo a mejor se va a producir, caso de producirse, gracias a una especie de maná providencial que benéficamente nos lloverá del cielo. O, lo que resulta más ilusorio aún, para mucha gente esos cambios pueden y deben ser graciosamente otorgados a la ciudadanía en virtud de un acto de generosidad por parte de quienes ocupan los puestos de responsabilidad política. Ese paso desde una realidad política indeseable a una más en consonancia con las necesidades de un presente y un futuro mejores, no podemos dejarlo al albur de élites o grupos dirigentes que, a la vista está, no hacen más que confirmar la “ley de hierro de la oligarquía” de Michels. Aun a riesgo de caer en la soflama, creo que es necesario invalidar de una vez “leyes” supuestamente naturales y equívocamente deterministas como la de Michels y apostar decididamente (desde la asunción de una transformadora asertividad cívica y desde un nuevo sentido de la representatividad política) por hacer efectiva la soberanía popular tantas veces encomiada y al mismo tiempo tantas veces secuestrada por sus mismos apologetas.
Una manera de impulsar este giro hacia la superación de realidades que entorpecen la democracia es hacernos conscientes de los requisitos que exige la nueva política. Nada nos ha sido ni nos será regalado. Escucho en un medio mientras escribo estas líneas que alguien cita a Foucault: “La diferencia entre las utopías de los ricos y las de los pobres es que las de los ricos se cumplen siempre, convirtiéndose en verdaderos padecimientos para los pobres”. ¿Otra “ley de hierro”? Para los deterministas interesados en preservar el actual estado de cosas puede que así sea. Pero para una ciudadanía consciente, crítica, reivindicativa, decente, ese enunciado de Foucault no deja de ser el resultado de una mala política, y creo que el conocido filósofo así lo interpretaba.
En resumidas cuentas, es ilusorio (engañoso) pensar que la nueva política llegará en virtud de una eventual y determinista “ley de hierro”. Los cielos (estoy en ello de acuerdo con Pablo Iglesias) hay que conquistarlos. Un acto tal de luciferina rebeldía requiere cumplir el primero y más importante de los requisitos: atemperar ese tan extendido sentimiento atrabiliario ante la mera posibilidad de una nueva política.