Fotografía: José Montero
En 1968, H. Lefebvre publicaba «El derecho a la ciudad», un ensayo que postulaba recuperar la centralidad del ciudadano frente a la creciente tendencia a planificar las ciudades como infraestructura al servicio de la acumulación de capitales privados. El geógrafo jugó a imaginar una forma de hacer las ciudades que, respetando su controvertida heterogeneidad, diese prioridad a las necesidades de quienes la habitan para llevar una vida plena. El suyo no era el primer intento por sentar las bases de un planeamiento urbano mejor adaptado a la escala humana. Lo que lo distingue, ante todo, es que el derecho a la ciudad es el derecho a apropiarse de ella, a transformarla, a reconocerse en sus memorias, a ahondar el surco de su historia.
Las ciudades son complejas urdimbres materiales y simbólicas, donde la infraestructura adquiere sentido solo a través de las experiencias que sus habitantes tienen de ella. El urbanismo surgió, en la ciudad moderna, como dispositivo tecnopolítico para redimir el recursivo proceso de destrucción creativa que las hace posibles. Así, desde la Roma de los Césares a la Brasilia de Costa, las ciudades han evolucionado en una tensión dialéctica entre el planeamiento y la vivencia. Dos dimensiones, no necesariamente enfrentadas, que conducen a dos formas de hacer ciudad.
Por un lado, una forma estratégica –tecnocrática– de hacer ciudad, casi siempre en manos de especialistas, políticos y sectores con cierto poder local, que la aísla en el tiempo y el espacio, para racionalizarla de acuerdo con una lógica propia, donde el hecho urbano es convertido en concepto, traducido en variables, planos y objetivos.
Por otro, la táctica, en manos de quien concibe la ciudad desde dentro, embebida en su experiencia cotidiana. Es la forma de hacer ciudad que asigna sentido al espacio urbano a través de la misma acción de practicarlo, rebosando los límites impuestos por la planificación. Es la ciudad que se crea al andarla, al convertir una puerta de garaje en auditorio, al hacer de la esquina una pescadería, al montar un casino sobre la arena de la playa, o al designar una plaza como sede asamblearia permanente.
Ambas formas se necesitan mutuamente. Para distinguirlas, bien pueda valer aquello que Marx dejó escrito: lo que diferencia al peor arquitecto de la mejor abeja, es que el primero concibe su obra antes de llevarla a cabo. En tanto jugamos a imaginar ciudades posibles, todos somos arquitectos, a la par que, de un modo u otro, habitamos ciudades de la misma manera que una abeja su panal. Mientras que el urbanismo estratégico opera sobre una ciudad-concepto, el suyo no deja de ser un discurso utópico –nos gusten o no las ideas sobre las que se asienta–. Desde abajo, el táctico se compone de prácticas que, al observarse, desvelan su propia propuesta de modelo de ciudad, un urbanismo cotidiano, o como diría M. De Certeau, un urbanismo del débil.
En una coyuntura donde la capacidad de consumo se está convirtiendo, cada vez más, en condición de accesibilidad del espacio público, dispuesto al servicio de intereses ajenos a la ciudadanía, el derecho a la ciudad es nuestro derecho a ser a la vez habitantes y arquitectos utópicos. Las utopías –ya se sabe– sirven para caminar, también sobre las aceras y las plazas de cualquier ciudad. Más que conquistarse, el derecho a la ciudad se ejerce en cada esquina. Más que consistir en proponer otras ciudades posibles, es el de hacer una donde quepan multitud de ellas. Cualquier propuesta por abanderarlo, individual o colectivamente, no puede hacerlo suyo sin correr el riesgo de terminar por reemplazar una utopía por otra. No basta con abrir espacios de participación, es necesario acercar esos espacios a los lugares, a los hábitos y a los códigos mediante los cuales se expresa el urbanismo cotidiano, que como la calle, está repleto de astucias, incomodidades, belleza e insolencia; repleto, en definitiva, de nosotros mismos.