Fotografía: Antonio Luna
Los pasados Carnavales nos ofrecían una escena dantesca en la periferia circundante al corazón de la fiesta: aceras, calles y zonas peatonales invadidas por cientos de coches aparcados. Algunas zonas, como el triángulo entre la avenida del Descubrimiento y las plazas de España y Argüelles, no dejaban un metro cuadrado en barbecho, con coches encajados entre árboles o mobiliario urbano, en sitios donde parece imposible maniobrar, con pesados maceteros desplazados para poder acceder a lugares que creíamos protegidos del automóvil. Pocas veces se han visto aceras tan bien aprovechadas —salvo por los hosteleros gaditanos encajando mesas en las terrazas—. Mientras tanto, aparcamientos rotatorios contiguos a la zona, como el de la terminal de contenedores —ampliado precisamente con motivo del Carnaval— no colgaron el cartel de completo. La actitud de la policía local, presente en la zona y connivente con la situación, y su respuesta al ser interrogada por la ausencia de multas y de la grúa haciendo su agosto, que se resume en que solo actuarían si les daban orden de ello, dejaba claro que si aparcar en la acera no estaba directamente planeado y promovido por los responsables de tráfico era al menos algo previsto y consentido, lo cual es en el fondo una manera de promoverlo.
La infección no se limitó al pericardio del Casco Histórico. El estribillo de esta copla se repetía más allá de las Puertas de Tierra. El paseo marítimo —y peatonal— de la barriada de Astilleros así como gran parte de la avenida Juan Carlos I, y probablemente casi cualquier rincón de la ciudad próximo a las líneas de bus urbano, cedieron sus acerados como improvisado estacionamiento para este singular plan de tráfico del Carnaval 2017, diseñado por la tradición —todos los años ocurre igual aunque va a más— y la dejación —los responsables no hacen nada para evitarlo—.
Del mismo modo, la Gran Regata del pasado verano fue un éxito en todos los aspectos, excepto en la gestión del tráfico, que fue un rotundo fracaso. Algo tan necesario y de sentido común como cerrar al tráfico la avenida del Puerto para que hubiera una continuidad peatonal entre el muelle y la ciudad, ámbitos entre los que se producía un trasiego permanente de cientos o miles de personas, fue, desde la perspectiva de la gestión del tráfico, simplemente inconcebible. La consecuencia es que ese parque temático en el que se convirtió Cádiz, y que concentró un millón y medio de visitantes en cuatro días, permaneció atravesado durante todo el evento por una vía de alta capacidad, que supera una intensidad media diaria de 20.000 vehículos —probablemente mayor en esos días—. Cientos de personas se agolpaban constantemente en los escasos cruces peatonales de la avenida del Puerto, mientras la policía trataba de manejar una situación a todas luces inmanejable y absurda, por fácil de remediar. Pasa a veces que la dejación y la inacción dan más trabajo y preocupaciones que cambiar la manera de hacer las cosas.
Visto el resultado en los grandes eventos, los jefes de tráfico y policía no deben dedicarle más de 15 minutos y un café a organizarlos. Pero el problema de fondo no es de dedicación sino de perspectiva. Con ese mismo tiempo para planificar, desde otra perspectiva, el resultado podría haber sido radicalmente diferente. La ciudad está colapsada, pero no sólo de coches. También tiene un atasco de ideas, pues esta manera de pensar no da más de sí, es una vía muerta que no conduce a ninguna parte, no puede aportar ninguna solución a los problemas que presentan hoy el uso y abuso del espacio público o la movilidad.
No voy a extenderme en cuál podría ser una manera adecuada de abordar la afluencia de público y la movilidad ante un gran evento, pero es evidente que como se hace no lo es. Y resulta también evidente que la solución más inmediata, de puro sentido común, de habilitar aparcamientos disuasorios extramuros y autobuses lanzadera es en el fondo a la que llegó mucha gente de manera espontánea dejando el coche donde pudo, sobre la acera, en el entorno de líneas de bus urbano que conectan con el Casco Histórico. Hacerlo de manera organizada sin ocupar las aceras no debe ser tan complicado y de hecho así se hizo en la primera Gran Regata en 1992.
Los anteriores son solo ejemplos significativos y cercanos en el tiempo, pero las consecuencias de esta misma manera de proceder, de sometimiento a la motorización, aunque afloren con mayor intensidad en los grandes eventos, se sufren —las sufrimos la ciudadanía— cada día. Sometimiento que se ejecuta no solo a través de la presión del automóvil sobre los espacios públicos sino también a través de otro factor de gran repercusión sobre la habitabilidad de la ciudad: la velocidad de circulación motorizada. La estadística de radares móviles instalados en la ciudad de Cádiz pone de manifiesto que conducir por encima de los límites de velocidad es extremadamente habitual en Cádiz. Tanto, que dos horas y media de radar en la avenida Juan Carlos I dan para 24 denuncias, una cada 6 minutos. Tanto, que hay multas de 300, 400, 500, 900 y hasta de 1.200 euros, lo que significa que los infractores iban, en una vía de 50, a 71-80 km/h (300€), 81-90 (400€), 91-100 (500€) o más de 100 km/h (600€). Esta ultima infracción, muy grave, tipificada como delito y que puede acarrear penas de prisión.
A pesar de que la actividad del radar haya sido calificada de frenética e interpretada como un filón recaudatorio por algún medio, la realidad es que se trata de una medida muy puntual. Como reconocía un sindicato policial, «si hubiese afán recaudatorio, se podrían imponer decenas de miles de denuncias por estacionamientos prohibidos y por excesos de velocidad». Nuevamente, la policía reconoce permisividad e inacción ante situaciones graves que merman ostensiblemente la calidad urbana y los derechos de los ciudadanos, especialmente de los más débiles. Pero, aunque hubiera una mayor recurrencia en los controles de velocidad, las medidas coercitivas no servirán de nada si por otro lado se está fomentando de manera constante la velocidad del tráfico: semáforos programados en ciclos largos y sincronizados que permiten recorrer kilómetros de avenida sin detenerse, paradas de autobuses en refugio para que aquellos no interrumpan el tráfico, bandas de rodadura en pavimentos adoquinados para que los coches se deslicen con suavidad a mayores velocidades, anchuras de carriles urbanos propias de circuitos de velocidad… El tráfico no se calma a base de multas sino de diseño viario.
El de Cádiz es solo un caso de muchos, quizás llamativo o incluso extremo por las condiciones geográficas de la ciudad o el grado de permisividad alcanzado, pero no exclusivo. El problema de fondo es común al modelo de ciudad capitalista y radica, en último término, en la propia existencia de algo llamado gestión del tráfico y de una delegación municipal dedicada a ello, dotada de personal con alta capacidad de mando, en lugar de ser una mera función supeditada a una política global de movilidad o, mejor aún, de espacio público. La mera existencia de una delegación municipal de tráfico supone someter los intereses generales de una ciudad —sociales, económicos, medioambientales o de cualquier otra índole— al manejo de la circulación de automóviles. Todo se pliega a ello y, de manera más inmediata, el espacio público y los demás modos de moverse por él.
El tráfico atañe exclusivamente a los vehículos motorizados. La ingeniería del tráfico, por ende, obvia al peatón y al ciclista y solo considera al autobús como un vehículo más en circulación. La invisibilidad del peatón y el ciclista desde la perspectiva del tráfico no es simplemente una cuestión de caprichosa desconsideración, sino que responde a una abrumadora diferencia de magnitud física. Comparemos la cantidad de movimiento —principal magnitud que describe el movimiento de un objeto, definida como el producto de la masa por la velocidad— entre un coche, unos 1000 kg moviéndose a 50 km/h, y un peatón, unos 60 kg de media a 5 km/h. Hagan la cuenta (50.000 frente a 300) y podrán comprobar que el peatón resulta dos órdenes de magnitud menor y por tanto despreciable desde este enfoque del asunto. Multipliquen si quieren cada cantidad, respectivamente, por el parque de vehículos de la ciudad de Cádiz, unos 75.000, y por su población, unos 125.000, y comprobarán que la cantidad de momento peatonal supone tan solo un 1% de la de los vehículos motorizados. Y cuanto mayor sea la velocidad del tráfico, más insignificante será ante él el peatón. En definitiva, el concepto de tráfico siempre invisibilizará al peatón y a la bici, a pesar de que los desplazamientos no motorizados superen el 50% del total de los realizados en nuestro país y en nuestra ciudad.
Así, mientras se gestione tráfico, el problema permanecerá en el ámbito de la fontanería —de la hidráulica si quieren ser más finos—, es decir, el objetivo será garantizar el flujo y el almacenamiento. El principio fundamental que asume toda gestión de tráfico es, por tanto, la ley de conservación de la masa. Su objetivo no es reducir el volumen de coches en circulación sino crear las condiciones para que cualquier volumen de coches en circulación pueda fluir y almacenarse, es decir, circular y estacionarse. Desde esa perspectiva, una delegación municipal de tráfico nunca contribuirá a acabar con el tráfico, ni tan siquiera a reducirlo, pues garantizar su fluidez es simple y llanamente, desde un punto de vista puramente físico, procurar su conservación.
La movilidad sostenible nos plantea, en cambio, el objetivo inmediato de calmar y reducir el tráfico y, en última instancia, acabar con él. El cambio de paradigma es inmediato y sus consecuencias también. Si mejorar la fluidez del tráfico supone favorecer su aumento, calmar el tráfico implica, también desde un punto de vista puramente físico, reducirlo.
Obviamente, no basta con cambiar un nombre en un rótulo, hay que cambiar la perspectiva desde la que se aborda el problema, pero eliminar la palabra tráfico del organigrama municipal es un primer paso imprescindible que ya han dado numerosas ciudades, como Madrid, Barcelona, Valencia o Sevilla, por citar las más relevantes. Al igual que sería difícil convencer a alguien de que un ministerio de la guerra, como existió en España y otros países, tuviera por objetivo acabar con la guerra, es poco creíble que una delegación municipal de tráfico pueda tener por objetivo acabar con el tráfico.