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Arturo martínez

Fotografía: Jesús Massó

Poco me importa lo que le pase a mi cuerpo después de mi muerte. Que lo quemen en una pira, que lo entierren, que se lo coman los buitres o los cocodrilos, o que lo desguacen para trasplantar algún órgano aprovechable que pueda serle útil a otra persona. Aunque me encantaría disfrutar de un auténtico funeral vikingo, si total no lo voy a ver creo que no compensarían las molestias.

Y lo mismo pasa con mi espíritu o mi alma, suponiendo que tal cosa existiera o existiese. Que la torturen en el infierno católico unos diablos (rojos, por supuesto) con rabo, cuernos y tridente, que la consuelen una extrañas huríes (de mi edad, eternamente vírgenes) en el paraíso musulmán, o que se reencarne en un milano o una lagartija, en un sabio o en un costalero, me es absolutamente indiferente, porque no creo en ninguna de esas curiosas leyendas.

Lo que de verdad me preocupa, y cada vez más, es lo que me pueda pasar a mí en la última fase de la vida, la inmediatamente anterior a la muerte. Porque ahí sí que estaré yo en cuerpo y alma para enterarme, para sufrir o para disfrutar de mis últimos momentos.

Aunque a mucha gente no le guste hablar de la muerte, en un vano intento de escapar de ella, creo que según avanzamos en edad debería ser uno de los asuntos que más nos preocupen y nos ocupen.

Por supuesto, mucha gente tiene la suerte de morir sin sufrir. Los infartos, los accidentes de tráfico y los disparos acaban cada año con la vida de millones de personas. Y la mayoría de sus víctimas mueren en cuestión de segundos, sin enterarse, sin sufrir. Porque ahí, en el sufrimiento, está la clave.

Los avances de la medicina permiten prolongar la vida indefinidamente a muchas personas que en el fondo han dejado de serlo. ¿Quién no ha vivido de cerca los últimos días, meses o años de un familiar cercano, de una persona querida aquejada de Alzheimer, de parálisis progresiva, de cáncer? ¿Quién no ha observado el insoportable sufrimiento que ha tenido que aguantar? ¿Quién no ha exclamado, cuando por fin la muerte se lo ha llevado “¡Por fin ha dejado de sufrir!”?

A veces, en ese trance, los familiares del moribundo se encuentran con personal sanitario compasivo, o simplemente humano, que comprenden el drama de la familia y el sufrimiento del enfermo, y ayudan a reducir ese dolor, aún a costa de un presunto acortamiento de la vida. Es lo que se llama sedación compasiva o terminal, perfectamente legal en España. Porque ¿Es vida yacer en una cama, entubado, sin poder moverte ni comunicarte con nadie, sintiendo como un cáncer te devora por dentro, como la parálisis te impide respirar? ¿Alguien se puede imaginar la angustia de esos enfermos, que muchas veces no pueden ni expresar su dolor y su miedo? Por algo la llaman agonía.

Y lo malo es cuando pensamos quién puede tomar la decisión de sedar a un enfermo terminal. Aunque la legislación española mejoró algo y en Andalucía contamos desde 2010 con la “Ley  de Derechos y Garantías de la Dignidad de la Persona en el Proceso de la Muerte”, en la práctica estamos en manos –con suerte- de los médicos de las Unidades de Cuidados Paliativos. Y si tenemos la desgracia de que el momento nos pille internados en un hospital controlado por la iglesia católica, serán los capellanes, obispos y demás “expertos” los que decidan.

Cuando escucho (caso real) que ante la reclamación de un  familiar para que se cumpla la Voluntad Vital Anticipada de un moribundo, un médico se atreve a decir que  “no necesita leer ningún documento para saber lo que tiene que hacer”, se me ponen los pelos de punta.

Estas actitudes, muy extendidas entre los profesionales de la sanidad, se amparan en una mal entendida objeción de conciencia, la misma que impide que en los hospitales públicos se aplique el aborto en los casos recogidos por la ley. Contra esa casta, contra esa prepotencia, contra esa inhumanidad debemos luchar desde ahora, reclamando el derecho efectivo a una muerte digna. Y no estoy hablando aquí del suicidio asistido ni de la eutanasia, sino de algo mucho más elemental: hablo del derecho a que –llegado el momento- me seden y no tenga que pasar mis últimos momentos de vida sufriendo y maldiciendo. Sin depender de médicos, curas ni jueces. Simplemente porque lo necesito. Porque yo lo valgo. Porque yo lo dejé bien clarito, en negro sobre blanco, en mi Voluntad Vital Anticipada.

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