Siempre he pensado que lo peor que le puede pasar a un político es que confunda lo de todos con lo propio. Esa identificación entre gobernante y los fondos públicos que administra es el germen de la corrupción y también está en la antesala del fascismo. Solo hay que recordar a Jesús Gil que con los fondos del Ayuntamiento financiaba con publicidad el equipo del que era propietario.
En España, sin embargo, a fuerza de asistir a esas muestras de confusión nos hemos acostumbrado a este tipo de aberraciones. Los conflictos de intereses nos parecen algo aceptable. No tanto si una responsable pública tiene la mano larga y coge dos tarros de cosméticos en un hipermercado. Eso resulta intolerable para la moral de este capitalismo de amigotes que nos gobierna. Si el dinero público se usa para beneficio propio, tiene un pase. Si se cogen bienes privados, el paredón está próximo.
Los días en los que el asunto Cifuentes estaba sobre la mesa, en Cádiz se hizo público lo que los mentideros sospechaban: el origen turbio del Doctorado de Ignacio Romaní. Durante su mandato en Aguas de Cádiz se financió una investigación con el mismo objeto que su trabajo doctoral al Observatorio dirigido por su director de Tesis. Todo ello, además, realizado con un sistema chapucero, mezclando el nombre de la Universidad de Cádiz y sin que aparezca por ningún sitio el fundamento de dicha financiación.
Que a estas alturas Ignacio Romaní siga ocupando un puesto de responsable público, aunque sea de un partido en descomposición como el Partido Popular, me parece una anormalidad democrática. Que forme parte de la comisión que va a investigar los pagos que se realizaron desde la empresa pública que él presidía al director de su Tesis me parece una tomadura de pelo que solo se entiende por el déficit democrático de un país y de una ciudad que han padecido muchos años de régimen.
Ignacio Romaní es un cadáver político y los cadáveres emiten un olor a putrefacción. Que el Partido Popular no lo evite es su problema. Pero ese olor no puede contaminar instituciones como la Universidad de Cádiz. Es necesario que la UCA investigue lo sucedido y que tome las medidas pertinentes, sean las que sean. Si las tragaderas de la sociedad son tan anchas como para asumir este tipo de tráfico de influencias como si tal cosa, una institución como la UCA no puede aceptarlas. De lo contrario, se estaría poniendo en cuestión el trabajo y el esfuerzo de muchísimos excelentes profesionales. Defender a la Universidad no es proteger a todos sus miembros, sino defender unos principios y valores entre los que la honestidad y el valor del trabajo son esenciales. Y esos no se consiguen comprando un título de Doctor.