Vivir es elegir. Vivir es ir perdiendo. Vivir es no claudicar. “Elegías” (Libros de la Herida, 2019) de Antonio Rodríguez Almodóvar, ofrece una poesía meditativa que indaga con cordialidad, sutileza, gracia y hondura en los enigmas de la existencia, de todas las vidas, para buscar un sentido. La vida como ilusión, como sueño; el paso del tiempo y la memoria; las pérdidas, el daño; los retos de la razón frente a lo incomprensible; las huidizas perfecciones de la belleza, la amistad, la rebelión compartida, el amor… Sentimientos pensados, pensamientos que se sienten. Sabidurías hijas de la experiencia y la memoria, de una atenta mirada y de la búsqueda de las palabras precisas, esas que saben permanecer.
ELEGÍA SEXTA
Te reconozco, muchacha, todavía,
en lo más hondo de mi pensamiento,
en el memorioso dolor
que por ti sentía.
Te digo que recuerdo
hasta el más insignificante acto
de nuestra larga y atolondrada adolescencia,
aunque no sé cómo llamarlo.
Será que el dios que nos confundía
no tiene verdaderamente un nombre.
Nuestra sensualidad, a veces cómica,
y nuestra exaltada falta de juicio,
¿pueden ser invocadas? Pero qué más.
Si por entonces la vida
nos era una facilidad constante,
si fácil resultaba incluso lo divino.
Si bastaba con dejarse vivir,
¿verdad, muchacha?
¿Verdad que nunca, de tantas veces como nos abrazamos,
dejamos de buscar nuestra propia certeza,
la de estar en el mundo apretando los dientes
contra la flor?
Lo difícil para la vida es que todos
fuimos adolescentes.
Y que lo único que en realidad aprendimos
fue que el amor es una grieta
incurable del ser,
por la que brotan
las demás cosas, plantas silvestres
del jardín de la rota armonía.
Tal vez debiéramos reconocer
que aquello fue mentira,
una dulce mentira que ya no nos abandona,
aunque de vez en cuando se rebele,
ángel estremecido,
y nos haga recordar
cómo se incendiaba tu piel
al más pequeño beso,
cómo surgía entre tus labios
el temblor de la llama. Pero en tus ojos,
de limpidez celeste, ya asomaba
el sabor de la renuncia.
Y siempre parecía que contigo
fuera prístino el amor.
No el que atestiguan las estatuas
(canon terrible de los griegos)
con la suave majestad de una frente pulida
y el deseo domeñado,
de una cadera insigne que un tiempo
fue explosión de vida, mas se hizo
curva petrificada.
Nuestro amor, no. Él era pura
melodía, canto. Canto que el tiempo
iba absorbiendo, incorporando
a las cenizas del recuerdo,
a la intimidad de una trompeta,
allá, sobre la curva del río,
noche tras noche, provisión de amor,
el columpio, tu risa, los veranos...
***
ELEGÍA DÉCIMA
ver quisiera para siempre el fulgor de estos árboles
en su otoño y recordar
la brisa de aquel mar enredada en tu pelo
mientras te alejas definitiva inalcanzable
ver quisiera para siempre
quietas ya las pasiones
s en perfecta armonía con la música del tiempo
sin temer al dolor ni al amor
a la suerte ni a la muerte
sólo vivir contemplar respirar
ver quisiera para siempre la estela de un velero
entre las verdes islas
los peces cálidos
la mirada turquesa del mar coralino
blancas las playas del deseo
y el aroma del bosque en mi alegría
ver quisiera para siempre la onda azul de los juegos
los niños en la plaza sus voces
la tarde inagotable el horizonte encendido
y el caracol en su noche
ver quisiera para siempre esta luz derramándose
en el alzado vaivén de tantas cosas
este iris cifrando bosque y mar
la vida como dulce es la costumbre
y la rosa escalando tu sonrisa
entre jazmines la amistosa charla
y a lo lejos lo cerca y los pájaros cantando
dormir dormir y despertar al trino
algarabía recordando
primavera en tu lecho cual si fuera siempre
ver quisiera la excelente vida de tus senos
contra mis labios la fuerza celestial que nos amaba
el sexo sin dolor esa osadía
la ternura total de aquellos días
mas ya sólo el rumor y el eco necesito
el amable sabor de los recuerdos
aquella melodía aquellas voces
los niños el crepúsculo
y el dorado fulgor de este infinito.
***
Muchas gracias. Habéis elegido muy sabiamente.