Quizá como Sacramento, Ancha, Sagasta o la Plaza de San Antonio, la calle Rosario aspira a ser un compendio de la ciudad sin cambiar de acera. Rosario es una calle en pendiente, transitada, umbría la mayor parte del tiempo y luminosa a ratos al mediodía, desde donde se ve la torre del convento de la Merced en el barrio de Santa María desde la calle Beato Diego. Se puede utilizar como un cordón rápido para bajar de las plazas del centro con la meta puesta en San Juan de Dios, la Estación o el Muelle, que conecta los naranjos de la plaza de San Francisco con las palmeras de la plaza Mendizábal, sin las incomodidades de los tapones peatonales de la paralela San Francisco.
La calle Rosario tuvo el Café del Correo, entrada por Cardenal Zapata, un obrador, bajando al poco de cruzar Columela, un almacén, esquina a San Agustín, que aún continúa y la trasera del Instituto de Nuestra Señora del Rosario y del convento de San Agustín.
Según nos cuenta Serafín Pro en su Callejero Gaditano, su primer nombre fue de los Herreros, y luego pasó a su nombre actual, después se renombró como Quintana hasta que volvió al nombre que aún conserva. En este libro también se cuenta que la Fábrica de Tabacos de Cádiz en sus principios, estaba en el número 39 de esta calle.
En Rosario hay una cara serigrafiada de Dalí, un azulejo con el retrato de un marinero, los frescos de Goya en la Santa Cueva, una radio demasiado alta a las seis de la mañana y el tramo de acera más estrecho de la ciudad, entre la Plaza de San Agustín y la de Mendizábal, con una parada posible en la plaza del Cañón con su bar homónimo y a unos pasos de la intemporal Taberna La Manzanilla, ya en Feduchy.
Para mí y durante más de una década, camino del trabajo, de madrugada, Rosario es la primera calle recién colocada a diario por los que riegan y limpian las calles después de que los serenos mantengan encendidos todos los faroles. Es la calle donde los grillos retransmiten su canto de estación a estación receptora, una en una esquina, otra a media calle. Y es donde uno se escucha a uno mismo cuando no se oye nada más y casi todos duermen. Esa es la Rosario cuesta abajo de madrugada, cuya cara B es la de la tarde y noche, pendiente arriba, con los bares abiertos, donde siempre hay alguien para saludar o parar a tomar algo, y donde en los carnavales atascan el escalón de entrada a la iglesia del Rosario los romanceros y chirigotas. Y nunca será la calle que visiten los turistas que, aturdidos, disponen de hora y media para visitar la ciudad después de una gira por los pueblos blancos.
Y de vez en cuando en esta calle pasan cosas, como ésta que pude compartir:
A medianoche, el torrente de la lluvia baja la mediana de la calle. Cuatro poetas ríen bebiendo vino a la salud de los sindioses. El camino ha cambiado de hora desde la madrugada, aunque sea el mismo el lugar por donde discurre. Los libros van cogiendo el sueño a la intemperie de un taburete.
Un hombre grande ronda entre las mesas del bar de la calle. Una poeta que ha venido de visita le ha citado allí para mostrarle uno de los lugares a los que siempre termina por volver, en una calle con pendiente. El hombre, asombrado, mira el río que baja por la calle y mira hacia los ojos de ella, que devuelve curiosa la mirada hacia la agitación del hombre que parece asaltado por algún recuerdo. Entonces el hombre vuelve a mirar al torrente que calle abajo recoge el agua de la lluvia caída desde la tarde y la mira para responderle:
-Me has traído al río de mi infancia. Es el mismo río. Yo me bañaba en un río como éste. Es este río. Mi río.