El coche lapa no se mueve, permanece aparcado en la vía pública durante días, semanas o incluso meses. Su propietario, un vecino de Cádiz que posee coche pero no plaza de garaje ni abono mensual en un aparcamiento rotatorio, tras lograr la gesta de encontrar un aparcamiento libre gratuito en la vía pública, es decir, un aparcamiento no regulado como zona azul, decide prescindir de los servicios de su automóvil todo lo posible. No usarlo ni para ir a trabajar, ni para ir a comprar, ni para hacer una excursión. Decide no salir de Cádiz. Se aguanta sin ir a Ikea ni a Bahía Sur. Sin ir a El Palmar o a Bolonia. Caminará, montará en bici, cogerá el autobús o el tren, o incluso un taxi. Reducirá su movilidad al mínimo imprescindible —total, para qué moverse tanto —.
El dueño del coche lapa se siente liberado. Son tantas las horas dedicadas al cabo del año a buscar aparcamiento, pasando una y otra vez por las mismas calles. Cada tarde, cada noche, día tras día. Tantas las veces en las que se ha resignado a la suerte de encontrar un hueco en zona azul o en zona de carga y descarga después de las 8 de la tarde, cuando se permite el aparcamiento libre, pero con la obligación de retirarlo a primera hora de la mañana. Tantas las veces en las que otro conductor ha conseguido, delante de sus propias narices, el hueco que en justicia tendría que haber sido suyo. Tantas las veces en las que, finalmente, tras horas dando vueltas, ha tenido que dejar el coche a kilómetros de casa o mal aparcado, o ambas cosas a la vez, pensando que es víctima de una maldición. Son tantas las veces que no, que ahora que sí, hay que alargarlo todo lo que se pueda.
El coche lapa nos conduce así a una magnífica paradoja. El automóvil, el símbolo de la movilidad total, de la hipermovilidad, de la velocidad y la fluidez, queda paralizado, anulado, neutralizado, no puede moverse, pues si lo hace volverá a ser condenado, cual holandés errante, a una incesante búsqueda de un nuevo aparcamiento.
El coche lapa es criticado, tildado de insolidario, de abusar de un espacio que es de todos, —de todos los automovilistas, se entiende, porque lo correcto sería decir eso mismo sin el apelativo de lapa: el coche es insolidario, abusa de un espacio que es de todos—. El coche lapa es considerado un problema por técnicos y responsables municipales. Un problema que dificulta la adecuada gestión del aparcamiento al reducir la disponibilidad del mismo. Desde la perspectiva convencional de la gestión del tráfico, que es la que se aplica a rajatabla en Cádiz desde tiempos inmemoriales y cuyo final no se vislumbra en el horizonte, los coches están hechos para circular y todo se planifica y diseña para que lo hagan permanentemente. La fluidez del tráfico es el principal dogma e interrumpirlo, pecado mortal. Esta perspectiva clásica no da para más, pura ingeniería de fluidos. En ese orden de cosas, el aparcamiento en la vía pública tiene una función facilitadora de esa permanente circulación. Genera la expectativa en el ciudadano de encontrar aparcamiento en la vía pública en la zona de destino, promoviendo el desplazamiento en coche frente a otros medios, y, con ello, propicia la liberación temporal de aparcamiento en la zona de origen. Un bonito círculo vicioso incitador de la movilidad en coche.
El coche lapa obstruye ese bonito círculo vicioso. Para evitarlo, se recurre a la zona azul, que aporta ingresos y disuade —aunque en teoría no impide— la lapacidad, pues obliga a renovar la licencia de ocupación de la plaza de aparcamiento cada 2 o 3 horas durante el horario comercial o administrativo. La zona azul se aplica donde la rotación del aparcamiento se considera más necesaria para mantener la primacía de la movilidad en automóvil, que en Cádiz es, fundamentalmente, el entorno de zonas comerciales, de ocio y de gestión administrativa del Casco Histórico y toda la zona de paseo marítimo durante el verano. Y de camino, se genera otro círculo vicioso que lleva a una dependencia permanente del coche: el vecino que aparca en zona azul por las noches tiene que mover el coche durante el día obligatoriamente y, por tanto, ir a trabajar o a su ocupación cotidiana en automóvil privado aunque tenga una alternativa de transporte público o no motorizada ventajosa para esos desplazamientos. El coche lapa permite al residente escapar de ese otro círculo vicioso.
Pero, ¿por qué entonces, siguiendo esa lógica, no se crea más zona azul y se garantiza con ello una mayor rotación? Pues porque demasiada zona azul, además de generar rechazo social, pondría en riesgo la viabilidad de los aparcamientos subterráneos de rotación, un negocio especulativo alimentado por el Ayuntamiento de Cádiz durante los 20 años de gobierno del PP. Las plazas de zona azul son las suficientes para mantener —con una gestión muy poco eficiente, dicho sea de paso— los ingresos que requiere EMASA, la empresa municipal que las gestiona, sin comprometer el nicho de negocio de los aparcamientos de rotación. En conjunto, la verdadera motivación de la política de aparcamiento llevada a cabo durante los mandatos de Teófila Martínez no ha sido, por tanto, ni facilitar la vida de los vecinos de Cádiz ni favorecer la actividad económica basada en el comercio y el ocio. Lo cierto es que el aparcamiento se ha convertido en un objetivo en sí mismo, un lucrativo negocio al que conviene una demanda creciente y cautiva. Siempre me sorprendió cómo la ciudadanía gaditana ha asumido y validado —con el silencio y con el voto— una política de aparcamientos hecha contra sus intereses, o, dicho de otro modo, la ausencia de una política de aparcamientos para los residentes. Con lo que es la gente con las cosas del coche. Es la ausencia de dicha política lo que provoca el coche lapa.
El coche lapa tiene, por tanto, un extenso hábitat para subsistir. Según datos del Plan de Movilidad Urbana Sostenible de 2013, el 79,5% de las 23.434 plazas de aparcamiento en el espacio público con que cuenta la ciudad de Cádiz son de aparcamiento libre gratuito, frente al 6,3% de aparcamiento regulado (zona azul o naranja). El resto son reservados (carga y descarga, minusválidos…). Todo ello supone, haciendo una estimación grosera, más de 23 hectáreas de espacio público dedicadas al aparcamiento de coches, frente a, por ejemplo, las 26,5 ha destinadas a viario o las 37,7 ha a parques y espacios libres en suelo urbano (datos del PGOU de 2012). Si consideramos solo el aparcamiento en calzada, el 54% de la superficie del viario (14,3 de 26,5 ha) está destinado a aparcamiento. Poco importa a los damnificados de tan tremenda ocupación, que somos finalmente todos los ciudadanos, si los coches aparcados rotan más o menos, si son siempre los mismos o cambian de vez en cuando. Lo que importa es qué otras funciones del espacio público dejan de realizarse debido a esa ocupación. En qué medida las personas con movilidad reducida sufren el no cumplimiento de las condiciones de accesibilidad universal en los espacios públicos debido a la ocupación por el aparcamiento. O qué carencias de espacio de juego sufren los niños debido a ello.
Si la gestión convencional del tráfico y el aparcamiento encuentran en el coche lapa un inconveniente, la movilidad sostenible, ese concepto invocado por todos y practicado por tan pocos, consiste precisamente en conseguir que todos los coches sean lapa. O casi todos, los más posibles. Fuera del espacio público, eso sí, pero lapas. Es decir, el objetivo es reducir la movilidad en automóvil privado. El coche lapa no echa humo, no contamina el aire, no hace ruido, no atropella niños ni ancianos, no tiene accidentes. El coche lapa es el auténtico coche ecológico. Es el coche que, a pesar de existir, no se usa.
Fotografía: Juan María Rodríguez