Caer al vacío no supone tocar el fondo. Es mucho peor.
“Tengo las manos preñadas de rutas, de signos, de miseria y de ramitas de árboles secas. El musgo no cuaja en mi sangre apócrifa. Naturalmente, no le doy cobijo suficiente para que ramifique su carne verde de marisma. Ya ni siquiera veo pájaros, se me están yendo de poco a poco a otras lenguas, ahora solo un lucio seco es lo que queda de mí. Un trozo de tierra agrietada de la que solo se podrían servir las pezuñas incansables de los jabalíes para escarbar. De mi reina solo queda un esqueleto de suspiros. Es difícil mantenerse en pie con este ecosistema enfermo que me sostiene. Todavía procuro parecer el parque natural protegido que un día proclamé, pero no sé cuánto tiempo durará esta mentira de terrón de tierra que soy ahora. Mis acuíferos no responden y casi ya no tengo sangre. Respiro a duras penas con mis pulmoncitos de hojalata. Cada suspiro es un camino oxidado que me empuja al centro del corazón de la piedra. Corazón frío y lapidario que permanecerá para siempre guardando todo lo que yo ya no soy.”
La tierra predica las catástrofes, pero no siempre sabemos escucharla.
Hace un año cuando nuestros cuerpos no eran carne de cañón, y pensábamos que respirábamos con la alegría naranja y los pulmones henchidos de aire recién nacido, y celebrábamos la blanca navidad como si fuésemos los dueños del tiempo, y comprábamos regalos más allá de las seis de la tarde, que es una hora mu flamenca para comprarse un pionono con las patas verdes, que decía mi santa madre.
Hace justo un año, cuando creíamos que la vida era solo la palabra vida y no tiempo, ni espacio, ni mucho menos muerte, estaba servidora con las manos temblorosas y preñadas de alegría y de pájaros y de Doñana entera. Así que dispusimos las maletas y, carretera y manta, calentamos motores y pusimos la brújula hacia la tierra prometida. Volví allí.
Volví para reconocerla, volví para reconocerme.
Invierno de nuevo pero ni ella era ella ni yo era yo, y parecía que el invierno tampoco era. El lucio que me enseñó el idioma de los pájaros no era el lucio, solo era su futuro. Me recuerdo de rodillas en medio de lo que era agua con mis manos frías de espanto presionando su carne moribunda como queriéndola salvar, como queriéndola a secas. Con el latido largo del engaño yo le decía para mis adentros: “Tranquila, todo saldrá bien”. Y me fui de allí seca igual que la dejé, y su discurso de entonces no es tan diferente a mi discurso de ahora: “Todo saldrá bien”, me digo con el latido largo del engaño.
Salí corriendo de ella como un conejillo miserable buscando el calor del escondrijo con la culpa entre los dientes. Ahora entiendo el grito de la tierra. Escucho cada una de sus palabras y su respiración oxidada. La tierra que nos da de beber es un cadáver, los pájaros tienen frío, mis plumas se mueren de muerte. Ahora solo somos la palabra vida pero no la vida. Ahora las dos llevamos mascarilla.
Larga vida a la reina.