El arte se puede encontrar en cualquier esquina, incluso el que se encuentra fuera de inventario.
Tras más de un siglo de grandes colecciones de piezas contemporáneas y de una discusión incesante por parte de los sectores artísticos y de política cultural, el concepto de museo de arte contemporáneo ha sufrido varias crisis de identidad y una crisis permanente de aceptación por parte del público, instruido o no, que sufre con frecuencia unas propuestas artísticas solo valoradas por conocedores e incondicionales que, en el mejor de los casos, se pueden valorar como alejadas del gusto de las masas o con una sucesión acelerada de movimientos y personalismos que hace perderse al espectador y al curioso. Quizá una de las reacciones a esta recesión del museo en la bolsa cultural la formen los artistas y movimientos que han querido sacar el arte de sus continentes designados para que forme parte del espacio urbano e incluso del paisaje, como ocurre con las muestras de escultura al aire libre o los movimientos de land art y de la intervención artística.
El arte lo crea una persona, un grupo, no siempre con una finalidad estética. Después los espectadores la tradición y la crítica podrán reconocerlo o no como arte -un acueducto, las pinturas rupestres o un puente atirantado no se crearon con ninguna finalidad artística-. En los últimos años Cádiz vive una fiebre vertical del oro, la de la rehabilitación de fincas antiguas, muchas de ellas con valor histórico patrimonial, a las que se les está dando un uso turístico, como hoteles o apartamentos. A continuación, se quiere proponer un caso de arte fuera de museo, surgido en plena calle, secundario a esa fiebre del oro.
Donde arranca la calle Sagasta, esquina con el callejón del Tinte, se encuentra la casa de la familia Cuesta, que fue consulado británico durante la Guerra de la Independencia y, tras permanecer muchos años abandonada, se ha emprendido una larga rehabilitación para convertirlo en un hotel boutique de cuatro estrellas. En este edificio, dada la complejidad de la obra y, seguramente, de los requisitos legales de preservación y mantenimiento como patrimonio, además del objetivo de conseguir un establecimiento turístico de referencia, se está realizando una obra compleja, larga y con muchas capas. Como parte temporal del proceso de la obra, se ha construido un efímero envoltorio azul, gris y naranja, que combina una lona protectora para los andamios con una malla que la recubre. Tras sucesivas contemplaciones, este conjunto, bendecido por el recorrido del sol a lo largo del día, alcanza su máximo punto de belleza coincidiendo con el momento de máxima iluminación solar, durante este mes de junio sobre la una de la tarde.
Es imposible, con esta obra de arte involuntaria y efímera, no recordar la obra del equipo formado por los artistas búlgaros Christo y Jean Claude en los años ochenta y noventa del siglo XX, con aquellas intervenciones en edificios emblemáticos envueltos, convirtiendo por un tiempo el Pont-Neuf, en París, o el Reichstag en obras, en Berlín, en lugares de peregrinación de su ciudadanía y del arte europeo durante unas semanas o meses, con unas acciones artísticas que eran el fruto del trabajo de décadas, dada la complejidad y la lucha con las administraciones.
Aquí no se trata de salir en todos los papeles o en los telediarios, ni en todas las redes sociales. Mientras la lona y la malla sigan en su sitio y la Tierra rote sobre su eje cada día, podemos buscar el momento de máxima luz reflejada por la envoltura, asomándonos al callejón del Tinte entre las doce y media y las dos de la tarde por el palacete de la familia Cuesta y, si se quiere, se puede contrastar con la percepción a otras horas del día, aprovechando la transición de su envoltorio desde su situación actual de reforma a la próxima de uso turístico. Asomarse a ese fugaz meridiano cero, también es arte.