A la Ilustración le debemos, además de la guillotina –que fue casi su único acierto- dos de los grandes errores de la humanidad. Ellos, los ilustrados, no lo sabían pero con su afán de poner puertas al campo, nos encorsetaron hasta tal punto que casi tres siglos después seguimos sin poder salir de los cajones en los que nos encerraron. Tú aquí, tú allí, tú cerca y tú lejos. La obsesión por el orden y el control les llevó a intentar clasificarlo absolutamente todo, y a ser posible, todo emparejado hombre/mujer, blanco/negro, niño/anciano, bueno/malo. Lo llamaron enciclopedismo, pero lo podrían haber llamado obsesión; una obsesión que dejaba fuera de los límites del mundo lo que no cabía en los mapas previamente trazados. Y de esta manera, en los márgenes se fueron inscribiendo los diferentes, los subversivos, los únicos, los desiguales y todos los que no cabían en los compartimentos estancos del poder establecido.
Así, y no de otro modo, surgieron los museos. Para que no dejar margen alguno a la improvisación. Gabinetes que mostraban el mundo, tal y como debía ser el mundo. Inmensos abarrotes de tiestos previamente clasificados. Aquí la historia natural con todas las especies como un infinito arca de Noé; aquí el mundo antiguo con todas sus expresiones desgajadas, desvencijadas, fuera de contexto; aquí la botánica con especies de este lado y del otro del orbe conocido; aquí la pintura, aquí la escultura. Almacenes perfectamente compartimentados donde lo de menos eran los objetos, y lo demás era el ansia por demostrar que todo éramos capaces de controlarlo.
El concepto museístico como depósito fue –aún sigue siendo- el único aceptado por el mundo académico. La pedagogía del amontonamiento, de la saturación llevada a su máximo exponente se hizo carne en los grandes museos ilustrados, el Louvre, el British, el Prado, el Natural History Museum… lugares que, a día de hoy, nos parecerían los trasteros de la historia, si no fuese porque les seguimos confiriendo una autoridad y los seguimos considerando modelos culturales, sobre todo en estas latitudes nuestras donde todo llega con retraso.
Y así, parece que lo que no tenga “museo”, no existe. De hecho, seguimos fiando la prosperidad de las ciudades a la existencia o no de una colección de algo. Ingenuamente pensamos que el desarrollo de lugares como Bilbao o Málaga –no sé por qué siempre salen a relucir- se debe en parte a determinada presencia museística en la que se conjura el progreso, la actividad económica, incluso la industria. La evocación del “museo” se convierte en el bálsamo de Fierabrás, siempre a punto para curar cualquier herida.
Surgen de este modo los proyectos museísticos como los champiñones después de la lluvia; con el mismo descontrol. Museo del carnaval, museo del flamenco, museo del títere, museo cofrade, museo de lo que sea pero que se llame museo. Aquí somos especialistas, ya lo sabe. Y lo último, pero no por ello menos disparatado, es un museo de arte contemporáneo, que según dicen, atraerá gentes de todas partes del mundo, como el asombro de Damasco.
Un error. Porque, por si aún no nos habíamos enterado, el mundo de los museos hace mucho que se enfrentó con sus abuelos ilustrados. Y ahora ya, afortunadamente, no cuentan tanto los fondos como las formas.
Pero no se lo diga a nadie. Los herederos de aquellos que se establecieron en los márgenes sabemos que es un error. Que mientras no exista un proyecto en condiciones, adecuado a las nuevas políticas culturales y con un relato expositivo actual, todo seguirá siendo el escaparate de Durán, que por cierto, tenía mejores estrellas y conchas marinas que las que siguen exhibiéndose en Londres, aunque no se llamara “museo”.