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Diego boza

Fotografía: Jesús Massó

Creo que si tuviera que escoger un período de mi vida, escogería los veranos de mi juventud. Evidentemente, después llegan los logros profesionales, los días personales inolvidables,… pero la felicidad de la amistad pura y el hambre del mundo por descubrir convierten a aquellos veranos de los 90 en una época incomparable.

A lo mejor a esta impresión contribuye la memoria que es benévola con el pasado, lo bueno lo convierte en extraordinario y lo horripilante en únicamente malo. Pero, sin creer que cualquier tiempo pasado fue mejor, ni mucho menos, lo vivido en aquellos días estivales se ubica en un lugar privilegiado de mis recuerdos.

Y eso que visto con perspectiva, la cosa era bastante monótona. Después de comer, a las 4 y media como muy tarde, la pandilla quedaba en la playa. Allí nos tostábamos bajo el sol jugando a las cartas, a las palas, esquivando a los policías para jugar al fútbol o, simplemente, hablando de sueños, esperanzas y ambiciones. Baños interminables y alguna mirada furtiva a las curvas de alguna chica que, en el mejor de los casos, se convertía en un tonteo, completaban la tarde.

Cuando se iba el sol, volvíamos a casa corriendo y escuchábamos los reproches de nuestros padres mientras que nos duchábamos, nos zampábamos el bocadillo y regresábamos, al mismo sitio y con los mismos amigos, para volver a charlar, comer pipas o, hasta que Teófila Martínez, que Dios la tenga en la oposición, nos plantó las luces, bajar a la arena para gastarnos las mismas bromas o descubrir que quien compartía contigo horas en clase también compartía una vida interior más compleja de lo que parecía.

Pero de todo, lo que mejor recuerdo, era la gente. Cruzábamos el Paseo Marítimo y había chavales por todos lados. Parábamos con los de la clase de al lado, quedábamos con los del otro colegio,… De junio a septiembre el Paseo estaba lleno, todas las noches. Éramos jóvenes. Y había más como nosotros.

El otro día salí a dar una vuelta por el Paseo Marítimo. Era lunes, es cierto, pero no era tarde y era ya julio. No había nadie. Tres personas en un banco, dos chavales en la balaustrada… Nadie para lo que ese Paseo fue hace veinte años.

Mis hijos ya no vivirán veranos como los que yo recuerdo. El envejecimiento de Cádiz es más que evidente y parece que nadie es capaz de frenarlo. Ya no quedan chavales. Los niños son una especie en extinción. Cada vez somos menos. Cada vez seremos menos. Sin una política de empleo y de vivienda que posibilite realmente el enraizamiento de parejas jóvenes en Cádiz, en el Centro y en todos los barrios no vamos a necesitar el tsunami para hacernos desaparecer.

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