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J machuca
Fotografía: Jesús Machuca

Hace poco más de cuatro años, en noviembre de 2013, lo encontré herido, donde él siempre paraba. Alguien le había hecho mucho daño. Buena parte de la piel estaba levantada y aparecía en carne viva. Se habían tomado el esfuerzo de empezar a despellejarlo, y eso no fue más que el principio. Días después, el tormento aumentó a ojos vistas. La carne aparecía levantada, como una disección hecha sin instrumentos cortantes, a mano y sin consideración alguna. En el caso de haber pasado por un médico, seguramente habría sido desahuciado, pues en plena intemperie, no pasaría del invierno que estaba al caer.

Se trataba de uno de los naranjos de la Plaza de San Francisco, el más próximo al callejón del Tinte, junto a la fachada del Hotel de Francia y París, cuya copa puede ser tocada desde el balcón del primer piso. Para quien haya paseado por Cádiz, es imposible no haberlo rozado. Entiéndase: al menos una vez en la vida (o cientos) has pasado a un metro del naranjo, como casi mil personas lo hacen cada hora. Y quizá la cercanía provocó el daño, no por radiación ni por goteo, sino porque alguno de los muchos que pasaron por allí se fijó en él y  decidió que violentarlo era una buena forma de entretenimiento, y  trató a un árbol como a un palo, sin otro provecho que el placer que da la posesión temporal, el gusto por maltratar porque uno puede, porque quiere y quién va a decirle que no, si de una u otra manera también es suyo.

Yo quería que esta columna también fuera una crónica. Así, creo que debería contar lo que pasó con este naranjo. Junto a su compañero de la derecha siguió sufriendo daños. Las heridas llaman a otros depredadores, así que tocó sufrir sucesivas arrancadas de corteza y de madera,  como el parásito que no deja regenerarse una costra, empeñado en alimentarse de la sangre mientras la herida siga abierta. Y nunca vi a nadie recreándose en este daño indefenso. No tuve esa suerte, aunque para mí no hubiera significado más que un desahogo y muy poco para el árbol.

Medio año antes de empezar este calvario había caído el drago del patio de la Escuela de Artes y Oficios vecina, la del callejón del Tinte. Entonces hubo rasgamiento de vestiduras y manifestaciones de dolor digital y analógico, acusaciones de negligencia al Ayuntamiento, un dolor que tenía que ver con la antigüedad y el valor histórico del árbol que se remontaba al siglo XVIII y que debió de ver pasar a todas las figuras doceañistas Por tanto había caído un árbol con un valor histórico añadido al botánico.

A pesar de los antecedentes, y de la pena del árbol caído, la conciencia de protección a los árboles de nuestro entorno siguió siendo mínima. Daba igual para este insignificante naranjo. Lo natural es lamentar la muerte de los que antes  ignorábamos y seguir ignorando a los vivos, por más homenaje que merezcan. El naranjo, entonces era un naranjo más, modesto dentro de la riqueza de especies de árboles en Cádiz. Ahora el naranjo ya es otra cosa, pues con él se ha cumplido esa frase que viene a decir que para saber quién es uno mismo, necesita de los demás, de la estima profesada o el daño infligido, y de que otros seres le hayan hecho un daño que pueden haber puesto en peligro su vida. Ha precisado de los otros para enfrentarse al mundo y,  sin tenerlo previsto, terminar convirtiéndose en un superviviente.

Ahora lo veo desde una de las terrazas abiertas todo el año en la Plaza de San Francisco. La parte del tronco sin corteza ha oscurecido algo en este último año. Parece haber cerrado heridas, aunque lo surquen cicatrices y calvas. A pesar de todo, luce una de las mejores copas de la plaza. Mientras tanto, ya le han colgado una guirnalda de luces para el alumbrado navideño. Día sí, día no, al pie pelado del tronco se puede ver el rastro de la meada de un perro. A estas alturas, seguro que eso ya no le  importa.

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