Atravesar la Península Ibérica en tren debería ser una asignatura obligatoria en este país. De Cádiz a Barcelona, Bilbao, Coruña… No importa el origen ni el destino. Ningún otro medio permite realizar un acercamiento a la realidad de la balsa de piedra, como la ideó Saramago, tan amplio y en tan poco tiempo. A su paisaje como proyección de su esencia, su historia, su coyuntura, su desconexión.
Hacerlo en coche es pasar de largo sin enterarnos de nada. Las carreteras de hoy día, las vías rápidas, autopistas y autovías, están apantalladas, aisladas, separadas de su territorio circundante con barreras, setos, pantallas acústicas. En ocasiones, perfiladas con líneas de arbolado que nos pueden hacer creer en una España boscosa.
Creencia que un vuelo de dron o el helicóptero de la vuelta ciclista desterrarían de un vistazo. Desde una autopista no veremos rastro ni rostro humano, ya casi ni en los peajes.
Las carreteras modifican profundamente el paisaje que atraviesan, lo seccionan y producen una cicatriz que nunca desaparece. Generan un efecto borde, expulsan de su lado unos usos y atraen otros. En su recorrido surgen como hongos gasolineras, áreas de servicio, centros comerciales, polígonos industriales, incluso ciudades. Lo que vemos desde una carretera es una realidad sesgada, no representativa de lo que sucede apenas unos cientos de metros más allá. La observación del paisaje desde la carretera sufre una suerte de principio de incertidumbre Heisenberg, según el cual el propio medio que posibilita la observación perturba irreversiblemente lo observado.
El tren, en cambio, penetra el paisaje, se acerca a él sin imponer pantallas entre la vía y el medio circundante. Tanto se acerca que hasta el mínimo detalle a sus márgenes resulta perceptible e identificable. Casi tocable. El tomate que cuelga de la mata en una huerta al borde de la vía o el martín pescador que pesca en un arroyo. Podemos sentir la humedad y el calor, percibir olores y sonidos. Podemos ver a gente en sus casas y pueblos, a pesar del despoblamiento de la España interior. Incluso apreciar caras y expresiones corporales.
El paisaje que atraviesa el tren es la inmediata continuación de lo que hay más allá. La vista desde el tren no engaña. El ferrocarril, a diferencia de la carretera, no modifica más que el territorio que estrictamente ocupa. No genera la aparición de usos distintos en sus bordes, pues el tren no para en cualquier sitio, no reposta combustible en medio de la nada ni va de compras. El tren conecta esencialmente lo preexistente.
El trans-iberiano nos enseña la España que es. Tal y como es. Solo una muestra rápida, claro. En ocasiones demasiado rápida. Pero una muestra certera, no como la de los anuncios de turismo o la marca España. Una España ajena a portadas de periódicos y telediarios. En la que el tiempo parece detenido. Pero no lo está.