Conozco la muerte de muchas hechuras.
La muerte boca arriba, la muerte bocabajo, la muerte de puntillas, la muerte de lejos, la muerte desde la barrera y la muerte de reojo.
Hay muertes con trapío que justifican los crucigramas de sangre que marcan la arena y muertes que no tienen ningún trapo donde esconderse. No hay dos muertes iguales. Eso nos gusta pensar y es por eso que creemos que nuestra muerte será plácida y tranquila y que nunca dejará huellas de sangre que marquen la tierra que nos vio nacer. Y es por eso que nos dejamos morir poco a poco en la primera jaula que nos encontramos. Y es por eso que encerramos todo aquello que nos importa dentro de una palabra que pensamos nos librará de aquella muerte trágica que nos acecha a diario y que nosotros llamamos hogar o sistema. El gran balcón desde donde vemos a salvo lo que no nos va a pasar.
Hasta que pasa algo. Pasa algo que nos permite salir descalzas de nuestro encierro y pisar las grietas de la sangre seca y sentir como verdadero, como real, como cercano, lo que no nos va a pasar nunca.
Una partida de toros sale del campo. Una partida de mujeres sale de sus hogares. La manada de toros no sabe a dónde va. La manada de hembras cree saberlo. Las dos manadas se encuentran en la misma línea de salida. Al tiempo la manada de mujeres se cree libre y fuerte y segura y despliega sus alas. Al tiempo los toros no se creen libres pero se saben fuertes y seguros y despliegan sus alas. Con la muerte pisándoles los talones, las dos manadas corren, salen en estampida, corren desde la tormenta, corren desde la luz hasta lo oscuro, corren sin saber por qué corren, la tierra grita, pero corren, corren hacia la nada, se cruzan miradas, se cruzan la incertidumbre y el miedo y corren y siguen corriendo menos fuertes, menos seguros y menos libres, las dos manadas. Mientras tanto, la muchedumbre sale milagrosamente de sus hogares para ver esta cabalgata de sangre y costumbre que llaman raíz y que la tierra no reconoce porque está encerrada como sus hijas, debajo de la pedrería húmeda que el hombre compuso en estrechas calles para que resbalaran, para que resbaláramos, para cazarnos.
Sí, para cazarnos, a ti, a mí, a la niña de la vecina, al perro y al gato y al rinoceronte del zoo y al patito del parque y al niño del colegio y a los pájaros y hasta el propio hombre y al cerdo y a la vaca y al toro. Al toro, al torito bravo que tanto nos duele que saquen del campo y derrame vida por las esquinas de la arena más redonda del mundo. Al toro, al torito que tanto nos duele que muera con el hierro de su historia abrigándole las entrañas. Al toro, el mismo que pelea con el trapo de sangre y arremete con la mirada fija contra el cuerpo de baile para nada. A él también quieren cazarlo. Es verdad. Él también corre. Es verdad. Pero a ti y a mí y a la niña de la vecina nos acechan. Nos persiguen a diario. Nos quieren hacer tradición. Nos encierran en una jaula. Derraman nuestra sangre desde el principio del principio en una arena más redonda que el hogar que nos guarece. Nos hacen muerte. No estamos a salvo. Ni tú, ni yo, ni la niña de la vecina. Y es verdad: el toro también corre. Y lo peor es que la muchedumbre sale milagrosamente de sus hogares para ver esta cabalgata de sangre y costumbre que llaman raíz.
Siete de julio, ocho de la mañana. Comienza la función. ¿Quién es el verdadero espectáculo?
Fotografía Fani Escoriza