En mi vida he tenido el cajón de las bragas más ordenado como en esta última semana. Tampoco había tenido nunca tan organizado el sitio de las fiambreras, que se amontonaban sin ton ni son y suerte tenía la que conservaba su tapadera original. Los calcetines están formando una fila al estilo legionario, cuando hace tan solo unos días campaban a sus anchas en una anarquía desparejada que deambulaba entre lavadoras, cajones de otros menesteres y en ese universo paralelo donde iban a parar a menudo con poco éxito de rescate. Tampoco había durado tanto una misma manualidad con mi hija, dibujos que comienzan en un básico minimalismo y terminan en un barroco tardío, atestados de collages, trazos de rotuladores, brochazos de témperas, macarrones y hasta cáscaras de pistachos. La olla rápida está hibernando mientras el plo, plo, plo de las lentejas espesa el caldito recogiendo los sabores del tiempo. Ahora mismo podría quitarme los pelos del bigote en el reflejo del fregadero, nunca la pila había estado tan desocupada y brillante. Un mismo cuento se reinventa en una tarde con finales más alternativos que Tarantino en sus mejores años. Llueve, y te da igual que se moje la ropa porque te hace hasta ilusión poner otra lavadora e hipnotizarte con el centrifugado imaginando que estás en una rave suavita. Teletrabajas como buenamente puedes, mientras montas todo un experimento de entretenimiento infantil mezclando azafrán y agua, que da como resultado una acuarela amarilla que lo tiñe todo, sí, he dicho TODO; pero si adornamos el truco con una rimbombante performance a lo Houdini, te puede dar margen para terminar al menos un informe. Una ruleta de un casino de Las Vegas tiene menos recorrido ahora mismo que el catálogo de Netflix, que se frota las manos cuando pinchas en esa serie que nunca pensabas que ibas a ver porque te parecía un mojón. Ese cajón que no cerraba ya cierra, se escucha la guitarra de mi compañero y el libro que dejé a medias ya lo terminé y comencé uno nuevo. Me he percatado de un hoyito nuevo que se le forma a mi hija cuando hace su juego favorito de poner “caras raras” y me parto de risa con su nueva identidad: Súper Mariquita. Una mariquita rescatadora que te salva de los insondables peligros que puede haber en el salón de casa. Se avecinan nuevos personajes y espero el tráiler con impaciencia. Una videollamada con tus amigas te alegra la tarde, no es como estar en un bar, pero al menos te descargas soltando pamplinas y viendo caras nuevas. Las redes arden en creatividad pero nunca eché tanto de menos un abrazo, una copa en una terraza, una charla por la calle, trabajar con gente… pero tampoco es para tanto. Quejarme sería una estupidez porque lo tengo todo, y si no lo tengo me reinvento en mi confortable confinamiento de 55 metros cuadrados. No todo el mundo parte de la misma realidad y empatizar es fundamental en estos momentos en el que cualquier descuido puede joder a mucha gente.
Pertenezco a esa generación, recién aterrizada en los cuarenta, que nació con una ilusa y restaurada democracia. No hemos vivido momentos extremos, bueno si, una crisis económica que dejó en la calle a muchísimas familias derivada de un boom inmobiliario del que salieron unos pocos beneficiados y miles de personas mucho más pobres. Pero una crisis sanitaria, una cuarentena de esta envergadura no la hemos vivido jamás. Es la New Wars (título que le cedo a George Lucas por si el chavalito está falto de ideas). Ver a la Policía y a los militares por la calle para disuadir a las personas de la estancia en la vía pública, te hace pensar en lo ridículo que puede llegar a ser combatir un virus con un tanque. Es imposible no pensar si esto ha sido provocado por quienes manejan de verdad el poder o ha sido fruto de un lamentable error de laboratorio. Probablemente no lo sepamos nunca. Es la Nueva Guerra con un enemigo que no se ve a simple vista. Nunca antes habíamos visto tanta incompetencia política, tanta carroña en la oposición, ni tanta permisividad hacia una monarquía que ha demostrado de sobra que sobra. Les ha venido de perlas que sólo se hable del coronavirus y que su coronaporlacara pase de puntillas ante sus blanqueos, cuentas en Suiza y Fundaciones de paja. Iros. También sois un virus que nos cuesta mucho dinero. Por cosas de la vida, ahora hay políticos y políticas de un liberalismo renovado que ahora lampan por la sanidad pública porque ningún cuerpo, por muy derechito que sea, se libra de este microscópico villano. ¿Ahora qué? ¿Váis a seguir recortando en investigación? ¿Reflexionaréis sobre los principios básicos y necesarios que una sociedad de bienestar necesita? ¿O seguiréis poniendo pines parentales para que la gente no tenga empatía y use vuestro código comunicativo militar que os pone tan cachondos?
Nunca antes se hizo tan visible nuestra vulnerabilidad, ni la de nuestros y nuestras mayores, que ahora y siempre necesitan más de lo que les damos, porque ya lo dieron todo, porque dejarles sin lo que es de justicia es de muy poquita humanidad. ¿Quejarse de no poder salir? ¿Y qué pasa con quién no puede entrar en ningún sitio? Ahora es el momento de priorizar, de mirar a quien no tiene hogar con otros ojos. De hacernos más sensibles a realidades menos favorables a la nuestra. Es el momento de la revolución. Al menos de su gestación. Aprovecha el momento, si hay tiempo para ordenar el cajón de las bragas, hay tiempo para organizarse. Seamos responsables, pero no gilipollas, que este tiempo sirva para generar un cambio radical, porque la radicalidad implica ir a la raíz de las cosas y nunca habíamos tenido tiempo para eso.