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Jose garcia

Fotografía: Jesús Massó

Desde las últimas décadas del siglo XX, venimos asistiendo en el pensamiento occidental a un desplazamiento progresivo de la ‘política’ como centro de interés de las luchas emancipatorias en beneficio de la ‘ética’, que ha cobrado una inusitada relevancia para muy diferentes movimientos sociales en el momento de emplearse en la búsqueda de alternativas, tanto al individualismo burgués, como a la moral cristiana dominante en los espacios sociales de su entorno. En consecuencia, quisiera hoy exponer las aportaciones que a este debate han realizado dos pensadores postestructuralistas franceses de gran resonancia internacional, así como contrastar las éticas que ambos elaboraron en torno a la idea del cuidado: el ‘cultivo de sí’, de Michel Foucault, y la ética feminista de Luce Irigaray.

Naturalmente, la elección del objeto de disquisición no es casual ni caprichosa. Es, quizás, la única opción ante un panorama en el que el neoliberalismo rampante ha ido dejando paulatinamente la gestión política de los cuidados en manos de las fuerzas vivas de la sociedad, la cuales, sin embargo, han puesto, de forma paralela a la agenda filosófica, más énfasis en unas ‘éticas del cuidado’ que en una política de las mismas.

Así, pues, poniéndonos a ello, y aun sin ánimo de resultar exhaustivos, partiremos del análisis de la subjetividad que Foucault perfila a lo largo de su vasta obra, en la que define tres modos principales de ‘objetivación’,  que convierten a los seres humanos en sujetos: en una primera fase de su trabajo, Foucault analiza los tipos de discursos que han reclamado históricamente el estatus de ‘científicos’, especialmente en el ámbito de las ciencias humanas; en una segunda etapa, aborda la constitución de los sujetos a través de lo que él mismo denominó ‘prácticas divisorias’, esto es, exclusión, separación y dominación dentro de uno mismo así como hacia ‘los otros’, técnicas de control y codificación del cuerpo como emplazamiento de la subjetividad que producen ‘efectos de verdad’ y generan tipos específicos de conocimiento sobre el sujeto y su inscripción social; finalmente, el pensador francés se concentra en las vías por las cuales un ser humano se hace a sí mismo como sujeto, es decir, en los modos internos de sumisión y dominación de la propia subjetividad. Esta última etapa se corresponde con la publicación de los tres volúmenes de su Historia de la sexualidad y es la que nos permite alcanzar sus propuestas para una ética alternativa a la ‘renuncia de sí’, principio básico de las éticas basadas en el humanismo cristiano.  

Particularmente en el segundo y tercer volumen de la obra citada, Foucault analiza las prácticas y discursos de control de la sexualidad en la Antigüedad Clásica. Así descubre que aquellas prácticas que para nosotros vienen codificadas con el sobrenombre de ‘sexualidad’, constituyeron para la cultura grecolatina  un ‘arte de la existencia’, es decir, todo ese conjunto de acciones intencionales y voluntarias por las cuales las personas se asignan a sí mismas normas de conducta pero buscan también su propia transformación, convertirse en seres singulares y hacer de su vida una obra que porta ciertos valores ascéticos y emplea ciertos criterios de ‘estilización’ de la existencia. Naturalmente, el filósofo es consciente de que la llegada de este ‘arte de la existencia’, entendido como ‘tecnologías del yo’, técnicas de conformación de la subjetividad, fue posteriormente asimilada por el ejercicio del poder pastoral de los sacerdotes en el Cristianismo primigenio y aún después por las prácticas educativas, médicas y psicológicas. Lo que él propone es, en realidad, una actualización de aquellas formas de relación con uno mismo que dominaron gran parte del periodo clásico.

De hecho, Foucault encuentra la elaboración más redonda de esta cuestión en Epicteto, para quien el ser humano ha sido confiado desde su nacimiento a la ‘inquietud de sí’, el dios ha querido deliberadamente que pueda usar libremente de sí mismo, y para ese fin lo ha dotado de razón. Zeus nos ha dado a la vez la posibilidad y el deber de ocuparnos de nosotros mismos. Pero, ojo, si ‘uno no se oculta nada a sí mismo’, ni ‘se perdona nada’, como ocurriría con las ‘tecnologías’ de la confesión y la penitencia en la práctica religiosa del Cristianismo, es para poder memorizar, para tener después presentes en el ánimo, los fines legítimos y las reglas de conducta que permiten alcanzarlos gracias a la elección de medios adecuados. Este ‘cultivo de sí’ se expande a todos los ámbitos de la existencia, incluida la salud. No es casual, por ejemplo, que durante los años más duros de la crisis del sida la idea que más se asociara al uso del preservativo entre comunidades especialmente diezmadas por la pandemia, como fueron los hombres gays, fuera la de ‘cuídate’, conminación que se repitió hasta la saciedad en gran parte de las campañas de prevención articuladas desde dentro de estas mismas comunidades.

Es más, según algunas lecturas, cuando Foucault se plantea contarnos una historia de ‘la experiencia de la sexualidad’ y elige, de entre todos los puntos posibles de su articulación, la historia de amor entre un hombre y un muchacho, el celebrado pensador del último tercio del siglo XX estaría afirmando que el vínculo homosexual masculino constituye un paradigma históricamente destruido por la prohibición, a través del cual se generaba agencia ética. Ciertamente, Foucault no puede considerarse, ni seguramente tuviera la intención de serlo, un teórico de ‘lo gay’, pero la elección del punto de articulación de la experiencia amorosa dista con toda seguridad de ser una simple y pura coincidencia.

Con todo, la propuesta ética de Foucault también ha sido sometida a revisión crítica, siendo tal vez la más interesante la que acomete el feminismo inspirado por Luce Irigaray, coetánea de éste. La estrategia textual de Irigaray consiste en rehusar a separar lo simbólico de lo empírico, disociar el discurso sobre ‘lo femenino’ de la realidad histórica y el estatus de las mujeres en la cultura occidental. De esta forma, la propuesta de Foucault estaría descalificando a las mujeres como agentes éticos y, consecuentemente, como sujetos, porque subraya la interconexión entre el acceso al estatus moral y el derecho de ciudadanía. Las reglas y regulaciones de la vida moral, que también transforman al sujeto en sustancia ética, están en la propuesta foucaultiana implícitamente conectadas a los derechos sociopolíticos, y las mujeres han sido mantenidas al margen de ambas circunstancias a lo largo de gran parte de la Historia. De hecho, el propio Foucault, cuando nos habla del método de Artemidoro, reconoce que en sus prescripciones morales las relaciones entre mujeres aparecen en la categoría de actos ‘contra natura’, mientras que las relaciones entre hombres se distribuyen en otras rúbricas, esencialmente en la de los actos conforme a la ley.

En otras palabras, el ‘cuidado de sí’ que elabora Foucault parece enmarcado en ‘situaciones ideales’, ignorando que determinadas desigualdades fijadas históricamente de tal manera que han llegado a adquirir un carácter estructural, como son las desigualdades de género, pueden hacer devenir esta ‘inquietud de sí’ en ‘deslegitimación del otro (o de la otra)’. Y este es, sin duda, el desplazamiento más interesante que acomete Irigiaray, al introducir la alteridad en el debate ético, al proponer un nuevo paradigma para la relación con ‘el otro’ y, consecuentemente, de un ‘cuidado del otro’, que la filósofa encuentra en la relación amorosa madre-hija y en la ética maternal.

Como han señalado no pocas feministas, el hecho de que la mayor parte de la actividad política de las mujeres esté encaminada al cuidado y el mantenimiento de la vida revela una ética del activismo que ‘se enfrenta’ a la dominación sin caer en la convulsión y el terror de la acción revolucionaria ‘masculinista’. He aquí, pues, uno de los puntos donde la ‘ética’ vuelve a encontrarse en el discurso y en la práctica con la ‘política’.

Así, mientras Foucualt recurre al pasado solo para encontrar prácticas situadas en el ‘aquí y ahora’ de nuestro lugar de enunciación, Irigaray se pregunta cómo podríamos aprender a pensar de forma diferente acerca de la subjetividad y la alteridad humana, una cuestión que ha estado en la agenda filosófica desde Heidegger, pero en la que el feminismo ha acabado jugando el papel principal. Porque no habrá posibilidad de alcanzar la askesis sin un reconocimiento rotundo y sin paliativos de ‘el otro/la otra’ como objeto de las nuevas éticas del cuidado.

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