Según nos cuenta Dolorio de Amianto en De rerum faceta Gades, su bello tratado sobre el ingenio gaditano, cuando la Península Ibérica era un inmenso bosque y las ardillas podían cruzarla sin pisar el suelo, partían las ardillas del norte y saltaban, saltaban, hasta que se topaban con Cádiz, que por aquel entonces era el non plus ultra.
Muchas de ellas, viciadas por tanto salto, no podían frenar a tiempo y caían a las arenas e incluso, algunas, impulsadas también por el viento, directamente al mar.
La más famosa de todas aquellas ardillas saltarinas fue una procedente de Cantabria (Microsciurus santanderensis), que tuvo la fortuna de aterrizar en una de las amplias vasijas dedicadas a Baco y que contenía un fino amontillado que resultó muy de su agrado, solo que en una abundancia mayor a la deseable.
La pobre ardilla, desesperada por salvar su vida, bebióse todo el caldo mientras nadaba hasta que por fin pudo tomar asiento en la vasija.
No refiere Dolorio el tiempo que la habitó, pero sí el grito (horrendo clamore) que profirió Próculo, dueño de la vasija, cuando la encontró sin vino y con aquel ser en su interior.
Algo más calmado, suponemos, después de la primera impresión, tuvo por bien concluir que el pelaje de aquel ser dorado (videtur aurea in color) no provenía del fino sino que procedía directamente de los mismos dioses.
Y creyendo que aquel ser estaba allí para comunicarle algo, rompió la vasija y la dejó libre para que se explicara.
Resultado de aquello fue que al salir la brillante inquilina, su aspecto no semejaba precisamente a una mensajera de la divinidad, ni tan siquiera a un cabal roedor, sino algo más abombado y con un deambular carente de todo juicio.
Tres días anduvo vagando por calles y orillas bajo la vigilante y atónita mirada de Próculo hasta que, al mediodía, cuando los rayos inflamaban las arenas, la ardilla, de repente, se evaporó, cediendo su espacio dorado a una fugaz llamarada azul.
Próculo, sin entender mucho lo que sucedía, resolvió erigirle un pequeño altar en el mismo lugar donde desapareció, y que hoy en día, suponen los investigadores, se haya oculto por uno de los monumentos del Bicentenario (Queco). Mas creyendo Próculo, a su vez, que aquellos dioses debían ser anteriores a los suyos, ya que le hablaban en un lenguaje muy extraño, nombró a la mensajera al modo fenicio y que se ajustaba a la perfección a tan peculiar fisionomía (figura non conformis).
El nombre escogido por Próculo fue: Khamvem-va.
NOTA: Como curiosidad para el lector, Fernando Quiñones se inspira en parte en esta anécdota para su relato Historia de un semidiós.
Fotografía: Fani Escoriza