Fotografía: Jose García
La escritura, el poder y la tecnología son viejos compañeros de viaje en los relatos occidentales sobre el origen de la civilización. José Luis Cordeiro, por ejemplo, nos dibuja una historia de la humanidad sacudida por grandes revoluciones en todos estos órdenes a la vez: con la revolución agrícola y la vida sedentaria, llegó la escritura y después el alfabeto; el inicio de la revolución industrial vendrá condicionado por la invención de la imprenta; en el momento actual, en esta etapa que él mismo denomina de ‘revolución de la inteligencia’, centrada en la capacidad del ser humano de comunicarse y transformarse, la riqueza está determinada por el conocimiento.
Pero, sin duda, la reflexión más interesante del último medio siglo acerca de la ‘revolución inteligente’ nos la ofrece el canadiense Marshall McLuhan, en obras tan emblemáticas de la teoría de la comunicación como La Galaxia Gutemberg (1962), Understanding Media (1964) o Guerra y Paz en la Aldea Global (1968). McLuhan, como Cordeiro, también expone que la comunicación comenzó según un estado tribal, en forma oral, a la que sucedió después el universo del alfabeto, que acabó imponiéndose a través de la imprenta. La actualidad ha superado ambos estadios y se incorpora de lleno en la era electrónica, donde la tribalidad originaria se restablece a través de la ‘aldea global’, es decir, de la conexión de todas las partes del mundo entre sí.
En este contexto nació, hace ahora treinta números, ETP, hecho notable para la comunicación local en un mundo y unos medios globalizados que desde luego merece que me aparte por esta vez de mis temas habituales de análisis para colocar el foco sobre el significado de un medio como este en el marco de los postulados de McLuhan y otros teóricos contemporáneos de la comunicación.
Nótese que no hay contradicción ni oxímoron entre ‘comunicación local’ y ‘medios globalizados’, porque la ciudad, en la aldea global de McLuhan, funciona como una metáfora del mundo, acuciada por numerosos mensajes de orígenes distantes, a menudo producidos de modo inmediato a los hechos que se narran. Si una lengua es un modo de conceptualizar la realidad y de conformar la visión del mundo de modo lógico (según el ‘principio de cosmogonía’ de Humboldt), el lenguaje de los medios de comunicación, al ser universal, también parte de una concepción global del mundo para la comunidad de receptores.
Y ahora sí que vamos llegando a donde pretendía. Desde este planteamiento, y dependiendo de la recepción, los medios pueden clasificarse en calientes o fríos: los primeros amplían el mensaje hasta definirlo mediante la saturación de datos precisos, dejando que el receptor pueda reestructurar la información con los datos que le son aportados; los segundos proporcionan informaciones poco definidas, obligando al lector a llenar los intersticios, comprometiendo así todos sus sentidos. De esta manera, el receptor tendrá de todo un poco, pero nada bien definido, creándosele una cosmovisión fragmentaria de la realidad, uno de los factores definitorios de la posmodernidad. Hay ciertas características en los medios de comunicación de masas que provocan tal estado: la espontaneidad, las breaking news, la recurrencia al sobreentendido, el silencio intencionado de algunos hechos… Es por eso, por ejemplo, que una columna de crítica queer de la sociedad y la cultura como la mía solo podía aparecer en Cádiz en un medio como ETP, frente a un conjunto de medios tradicionales y no tan tradicionales que preferían encajonar la existencia del colectivo lgtbiq en la foto fija de un crucero de lujo gay recién arribado a la ciudad, carente de cualquier posibilidad de acceso a la subjetividad, desposeído de toda capacidad de agencia, salvo la de gastar.
Posteriormente a McLuhan, José Vidal Beneyto apunta a la idea de que el referido fragmentarismo de los medios fríos lleva a definir la objetividad como el control de la propia subjetividad: la información renuncia a ser un simple reflejo de la realidad porque los medios tienden a establecer una nueva, esto es, la ‘realidad informativa’, que puede enriquecer o mermar a la anterior creando falsos referentes. Los medios de comunicación de masas aportan a sus audiencias, siguiendo al gran filósofo del siglo XX Roland Barthes, una ‘experiencia vicaria’ de la realidad. De este modo, todo medio que se aparte de esa ‘realidad paralela’ podría ser tachado de infundio o de propaganda.
Así, recuerdo que cuando publiqué mi primera columna en ETP, un lector enfurruñado se mostraba consternado y confundido ante su contenido porque no tenía constancia en los medios de comunicación locales de que en Cádiz existiera la homofobia de la que hablaba. Aquello no formaba parte de su ‘experiencia vicaria’ y ni siquiera alcanzaba, en consecuencia, visos de realidad. De su realidad, probablemente.
Aunque el estatus de la homofobia y la transfobia no ha sido el único espacio de realidad local-global que ETP ha extraído de esas áreas de construidos silencios establecidas a través de estas fabulosas maquinaciones que la cultura occidental es capaz de establecer a través de la escritura, el poder y la tecnología. Existen otras: la ilimitada bondad del proceso de ‘turistificación’ de la economía y la vida gaditana, el uso abusivo que la parafernalia y la simbología religiosa hace del espacio urbano, el pujante crecimiento de un sentimiento republicano…
En todo caso, como apuntaba Donna Haraway en 1991, en su ya mítico Manifiesto para cyborgs, no olvidemos que la nuestra es una era gobernada por un poder instrumental sin estorbos llamado ‘comunicación eficaz’. La amenaza mayor a tal poder es la interrupción de la comunicación, pues cualquier ruptura del sistema cumple una función de estrés. Habría que pensar cómo modificar el statu quo sin ser arrollados por esta mortífera ansiedad.