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Ivan cano

Fotografía: Jesús Massó

Nos hemos equivocado eligiendo a nuestros ídolos, probablemente porque estamos errando la definición de ‘éxito’.

Dice la RAE en su segunda acepción del término ‘éxito’: Buena aceptación que tiene alguien o algo. Pues nos estamos matando para conseguirla.

No hace mucho, esa aceptación traducida en admiración, estaba dirigida a gente de acciones nobles; médicos, maestros, padres, madres, hermanos y hermanas mayores. Gente en la que nos mirábamos para poder crecer y ser lo más inteligentemente sanos posibles. Pero hemos transformado ‘éxito’ en caudal, cochazos, iPhones, trending topics, likes y retweets.

Nos hemos convertido en yonkies de la aprobación constante, en amantes del halago impostado, de la palmadita falsa y de la farsa cotidiana de un me gusta. Adoramos a personajes poseedores de objetos, carentes de talento, le damos cifras gigantes de share a cantantes que nunca supieron cantar pero que cenan con toreros que son ‘grandes’ por consanguinidad. Y lo peor no es que los adoremos, es que queremos emularlos; convertirnos en ellos, tener sus peinados, sus novias, sus novios y, por supuesto, sus vacaciones en Bali.

Hemos hecho de nuestro día a día una competición, adaptada e ideada para lograr ese falso éxito. Pisoteamos, mentimos, escavamos con las uñas, arañamos migajas y nos privamos, constantemente, de placeres naturales por conseguirlo. Una competencia insana (no conozco la competencia sana) para ver quién llega antes, quién tiene más, qué torre rasca más el cielo o qué empresa tiene más esclavos. Cuando no alcanzamos todo esto, nos sentimos inconclusos, aburridos, obligados y, evidentemente, tristes. Esa fijación por tener, acaparar, conseguir, poseer, lograr, alcanzar…nos impide disfrutar, reír, creer y crecer.

Dicen que es natural, que el ser humano, animal, quiere ser el más fuerte, el más poderoso, el mejor de su manada, que eso le servirá para procrear, etc. pero estaremos de acuerdo en que no somos animales como los demás; algo nos distingue para poder cambiar eso, para modificar las conductas, para dejar de lucir los cuernos en batallas estúpidas. Es verdad que nos educan para competir, desde pequeños queremos ser el primero de la clase, el segundo ya no cuenta, el primero en las carreras, el que mete más goles, el que sube más alto o el que llega más lejos meando. Y aquí es donde reside la clave, en educar; en hacer ver a quienes nos siguen que tener menos no significa ser menos, que atesorar menos no significa ser infeliz y que ‘éxito’ puede ser lo que queramos que sea, no lo que nos impongan que debe ser.

La vida no es cuestión de centímetros, ni de euros, ni de visitas en la web. Es mucho más que todos eso, y a la par, mucho menos.

Quizás, si no estuviéramos ensimismados, intentando capturar esos anhelos, conseguiríamos por fin la felicidad. Esa felicidad que nos regala el tiempo bien invertido en los amigos, la familia, las artes, los campos, los atardeceres o un buen desayuno sobre el mantel improvisado de tus sábanas, olvidándonos de likes y  retweets. Eso sí sería un éxito.

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