Al final de los 70 un grupo de enseñantes, mujeres y hombres, llegamos a los Institutos de Cádiz casi como quien toma una ciudad al abordaje. La mayoría, huéspedes ocasionales de la ciudad milenaria, coincidimos en avecindarnos como beduinos playeros en Puerta-Tierra. El Paseo Marítimo, con sus bloques de edificios recién construidos, parecía democratizar el Atlántico ante nuestras terrazas a cambio de una sustanciosa rebaja estética y nos regalaba una playa inmensa y magníficas puestas de sol todo el año, con la consiguiente extrañeza de nuestro alumnado que sólo consideraba habitable esta parte de la ciudad para veranear. El centro, seductor e indispensable durante años, iba “alejándose” mientras crecían los servicios en sus barrios y se convertía en el espacio cultural único para oír música en directo, Alcances, conferencias, presentaciones de libros, una exposición o Carnaval, claro. En la Barriada de la Paz, en la Avenida o en la Laguna se habría producido la misma sensación de lejanía.
Los años pasan, transcurre la vida, nos hemos jubilado y cuando ya creíamos disponer de tiempo para casi todo… empezamos a calcular el esfuerzo/tiempo necesario para desplazarnos al centro, a contar cada vez más con el Poniente o el Levante y a pensar que, de seguir así, por mucho que salgamos a la conquista de la ciudad en el verano, habrá que retirase a “invernar” en Cortadura. Y una empieza a echar de menos que esta parte de la ciudad no disponga de alguno de los múltiples “contenedores culturales” que tanto abundan en el centro. Se agradece que una librería programe en sus locales actividades literarias, la bonanza del clima que permite el uso de plazas y espacios abiertos para organizar actividades puntuales, que un centro educativo ponga alguna de sus instalaciones a disposición de un grupo de teatro, etc. Pero resulta que hay múltiples centros educativos públicos repartidos entre Puertatierra y Cortadura que, abiertos en sus horas no escolares, podrían convertirse en auténticos recursos para actividades de educación no formal e informal de la población joven, adulta y “muy adulta”. El uso de los espacios y locales públicos para la realización de actividades culturales abiertas permite extender la ciudad y convertirla en ciudad educadora, acogiendo iniciativas oficiales o particulares, de vanguardia o populares, que interesen tanto a jóvenes como a mayores y podría contribuir a corregir desigualdades debidas a una promoción cultural basada en la inercia de la tradición.
Tenemos el convencimiento personal de que el tiempo es un recurso valioso, no porque sea “oro” sino porque es “vida” y como tal constituye un aspecto de la dignidad humana, más allá de su repercusión en el trabajo productivo. Por eso el éxito de una ciudad habría de medirse por la calidad de sus servicios y por la capacidad para enriquecer la vida de quienes la habitan, contando con la peculiar vulnerabilidad de cada edad, de modo que no haya que invertir demasiado tiempo ni esfuerzo en acceder a la satisfacción de las necesidades sociales y culturales.
Cuando la ciudad, toda la ciudad, se convierte en recurso de aprendizaje a lo largo de la vida y cuando sus espacios permiten realizar actividades que generan ilusión y disfrute incorporando proyectos comunes y colaborativos de carácter intergeneracional, se facilita la participación, se potencia la cohesión social y se construye ciudadanía sobre una cultura de corresponsabilidad y de interés por lo público permitiendo enorgullecerse e identificarse con sus logros más allá de los tópicos.