Fotografía: Jesús Massó
Pienso que la crisis de identidad que experimenta la izquierda llamémosle tradicional (para entendernos, aunque hay quienes prefieren llamarla constitucional) es, en gran medida, resultado de un exceso de pragmatismo. Pienso más: la política actual en general está, digámoslo así, podrida de pragmatismo. Si abrimos la caja negra de ese pragmatismo encontramos las piezas y engranajes de lo que podríamos llamar “la gran claudicación”, a la que se ha llegado por un mal entendido sentido de la realidad, eufemismo con el que se quieren justificar las postergaciones, las estratagemas, el seguidismo, la acomodación, los pretextos, las connivencias, el conformismo, la sumisión, las inercias… y muchas otras prácticas de “sentido común” tan apreciadas por la que llamaremos (también para entendernos) la vieja política.
Y es que el mejor antídoto contra el estancamiento (que no estabilidad) es el cambio y la innovación; el mejor remedio contra ese inmovilismo sistemático que detiene el insoslayable curso renovador de las cosas (de la política, de las instituciones, de la sociedad…) es el dinamismo; y la mejor prevención contra la pudrición por exceso de pragmatismo es conceder, aunque sea de vez en cuando, en según qué ocasiones, una oportunidad al radicalismo.
Radicalismo es una palabra tabú que se convierte en arma arrojadiza en manos de quienes aborrecen, por las razones que sean, cualquier posibilidad de cambio real. Y el radicalismo ha sido, por no se sabe qué mecanismos psíquicos reactivos, la línea de contención que la izquierda (llámese tradicional o constitucional) decidió no ya traspasar, sino simplemente explorar, cuando la política debe estar en consonancia con los problemas a que se enfrenta. Se eligió, como seña identitaria de la izquierda, la vía del reformismo, que es una cosa que está muy bien… pero sólo para tratar o paliar enfermedades con las que un determinado organismo puede convivir sin riesgo de muerte inmediata. Pero no es el caso: la solución a la mayoría de los grandes conflictos que actualmente aquejan al mundo ─nos advierten expertos e intelectuales con mirada amplia y crítica─ no admiten demora, no sólo por su demostrada virulencia, sino también por la potencial imposibilidad de “vuelta atrás” ante muchas de las consecuencias de tales conflictos.
En consecuencia, cuando los males se generalizan y ─ellos sí─ se radicalizan, como está ocurriendo actualmente en todo el mundo, el reformismo no haría mal en explorar también las posibilidades del radicalismo. Sin prejuicios. Sin tabúes. La magnitud y el exceso de confusión (la complejidad es otra cosa muy distinta) que caracterizan a los problemas que acucian hoy al planeta, junto a la perentoriedad de situaciones intolerables (la creciente desigualdad, la dramática realidad de quienes se ven obligados a emigrar de sus lugares de origen, la amenaza real del cambio climático, el desempleo y el empleo basura, la inutilidad e incluso nocividad de muchas instituciones, las carencias de la democracia representativa realmente existente, la inquietante desestructuración social…), no van a superarse ni tan siquiera van a mejorar ya con medidas paliativas, superficiales, a la vista de la alta nocividad y el enquistamiento de tales problemas. El neoliberalismo rampante que dirige y ejecuta hegemónicamente la actual sinfonía que mueve al mundo, desdeña, menosprecia y rechaza de plano acompasarse al ritmo bonancible de las reformas.
El tabú, por definición, prohíbe tocar el objeto que se pretende sacralizar interesadamente, el cual queda así sustraído al escrutinio y al uso público, para tranquilidad y beneficio de los mayestáticos “gestores” del tabú. El mayor problema de las palabras tabú (y hay muchas palabras tabú en nuestra cultura política, supuestamente democrática, racional y liberada de mitos y tabúes) estriba en su carácter pretendidamente incuestionable. Si alguien osa “tocar” (analizar racionalmente, cuestionar, desacralizar, vulgarizar…) la palabra radicalismo, por ejemplo, inmediatamente “los guardianes de la moral” política se precipitan a poner en acción el protocolo de los castigos reservados a quienes transgreden el tabú. El radicalismo se manifiesta entonces, y valga la redundancia, de manera radicalmente radical.
Hoy, el pensamiento crítico coincide en señalar que la evidente trivialización que afecta a nuestra sociedad y a nuestra cultura (trivialización de los problemas y conflictos, de los temas y asuntos, de los sentimientos e ideas; incluso del mal, como en su día señalara Hannah Arendt), constituye el más eficaz mecanismo de desinformación y desarme intelectual utilizado o favorecido por los poderes dominantes en el mundo. La reflexión sobre la realidad, el análisis de lo que está pasando, de lo que pasó o de lo que posiblemente vaya a pasar, constituye en los momentos actuales una proeza prácticamente imposible de llevar a cabo por el gran público, por las personas no familiarizadas con determinados temas, debido precisamente a la costra impenetrable de lugares comunes, tópicos encubridores, simplificaciones deformantes, fragmentación de los discursos, enfoques interesados, medias verdades…, etc.
Trascender esa espesa y sólida capa de trivialidad, conscientemente favorecida como digo, por quienes tienen influencia y poder para hacerlo, es la condición sine qua non para empezar a contemplar la posibilidad de cambios fundamentales. Como sentencia el conocido dicho, “a grandes males, grandes remedios”. Repito que los “males”, en estos momentos cruciales por los que atraviesa el mundo, son radicales, grandes, muy grandes, porque afectan negativamente a las raíces de nuestra convivencia, coartan nuestras posibilidades de realización como seres humanos, afectan negativamente a la dignidad de las personas, dificultan e incluso impiden la necesaria cohesión social, entorpecen el desarrollo de sociedades decentes, imposibilitan la práctica de una política cultural efectiva para favorecer conciencias verdaderamente libres y autónomas, y, en fin, convierten en un imposible la generalización de la justicia en el mundo… Y por tanto, los remedios que queramos (si es que realmente queremos) poner a esos males deben ser también grandes, muy grandes, radicales, porque tienen que estar en consonancia con lo que se quiere combatir.
Contemplado así, trascendiendo y exorcizando el carácter de tabú con el que se quiere preservar al radicalismo de la discusión pública, del debate en profundidad y sin prejuicios, lo que se abre ante nosotros es la posibilidad de encarar el presente y el futuro con una caja de herramientas variadas, versátiles, útiles, escasamente utilizadas, y con posibilidades reales de “arreglar” las cosas estropeadas. Porque creo innecesario esforzarse en demostrar que esa mezcla de ingenuidad, pereza intelectual, conformismo, cortedad de miras, conservadurismo y miedo a cometer posibles errores nuevos, son en esencia las señas de identidad de las políticas defectivas que nos están llevando a no se sabe dónde.
Por todo ello, creo que es la hora del radicalismo. Demos una oportunidad al radicalismo. Vayamos a la raíz de las injusticias y de los conflictos del mundo. Y actuemos de manera decididamente radical contra todo eso. No banalicemos ni trivialicemos la importancia de los indicios (radicalmente ciertos y evidentes) que nos están abocando a un futuro “mundo fallido”.