Tal vez porque vengo de un campo feminizado, el de los servicios sociales, entrar en política ha sido un mazazo de realidad. Ganamos la batalla de las listas cremalleras pero la verdad está de puertas adentro y la administración, como la política, está vieja. Con dos décadas sin grandes cambios y con los códigos casi intactos. Hay rasgos muy identificables del patriarcado en la política, pero hay otros que se camuflan de normales; así que por lo general lo detectan mejor los que los han sufrido. Por eso lo primero es estar, indudable, y cuantas más estemos, mejor; pero no es menos cierto que no basta con eso porque las inercias y las resistencias son fuertes y es fácil terminar aceptando que las voces graves opinan y las agudas interrumpen. Ellos son tenaces, nosotras pesadas, la confrontación es fortaleza, la mediación es debilidad. En este estado de cosas es más cómodo optar por la simpatía y el conformismo, pero vinimos a aportar cambios y el cambio incomoda. Los valores femeninos o feministas ralentizan porque buscan vías alternativas a las fracasadas e indagan en la creatividad, en el diálogo, el autoanálisis (la terapia colectiva, incluso) y ponen la llaga en el proceso frente a las metas, en la horizontalidad frente a las jerarquías, en el equipo y no en los personalismos, en la serenidad del debate y en el gusto por las formas. Se cuidan los detalles porque el femenino sabe que es de lo íntimo, de lo doméstico, desde donde llegará el cambio.
Ninguna mujer es inmune ni tiene en su haber el monopolio de estos valores. O no los tiene todos o no los tiene todo el tiempo, aunque haya colaus y carmenas que se acercan y otras que sucumbieron pronto a los roles de siempre, léase Tatcher, Merkel, Barberá o algún ejemplo más cercano.
Tampoco es exclusivo del género femenino y hay hombres que se afanan en revalorizar estas nuevas claves de hacer política que resucitara en su día el 15 M. Aquella fecha nos volvió a la realidad de una política que debe tener como prioridad a las personas y en esto las mujeres contamos con la experiencia de cuidado a los demás, sobre todo a los más frágiles.
Esto sugiere dos premisas, una que la prioridad social debe estar siempre delante de la económica; algo que se dice fácilmente pero que termina siendo el talón de Aquiles de la izquierda cuando está en el poder. Al final se tiende, con toda una batería de excusas de fondo, a contentar a las mayorías y a obviar a las minorías. Y la otra, que tiene que ver con el cuidado interno, el funcionamiento de los equipos que sería como el de una familia, la capacidad de estar unidos por encima de nuestras pequeñas mezquindades personales, el respeto como máxima, la comunicación sin secretismos y la resolución de conflictos.
Mención especial, el tema de la información. En los nuevos tiempos políticos el poder se comparte; sale de las instituciones a la calle y de la calle a las instituciones. La información es poder y por tanto la información se comparte. Esa es la garantía de la participación, de la democracia. No hay relación más desigual ni más tramposa que aquella en la que una parte se reserva la información; y eso lo sabemos bien las mujeres.
Pero también hay algo que aprendimos en la historia y que ahora puede servir a la política; aquella estrategia que usaron nuestras abuelas para sacar dinero del banco sin tener que pedirle permiso a los maridos. La intuición femenina se queda pobre si no se combina con dosis de estrategias que consigan imbricar el discurso en nuestras propias estructuras y al mismo tiempo en la sociedad de la que esperamos una transformación cimentada en estos valores.
En fin, que si sorteamos la aún no resuelta conciliación y llegamos a la política tenemos la obligación y la posibilidad de explorar nuevas maneras para nuevas soluciones, lo que no deja de ser una sensación ilusionante. Recuerdo ahora algo que leí el otro día: si te emociona lo que haces es que estás creando, si no sólo estás obedeciendo. Eso.
Fotografía: María Alcantarilla