Cuando yo era muy joven, en los estertores finales de aquella dictadura senil y casposa, aprendí que ni los antifranquistas eran tantos ni los franquistas tan pocos.
Efectivamente, aunque los demócratas salieron de debajo de las piedras una vez se hubo muerto -de viejo- el dictador, cuando ya era evidente que los vientos de la historia soplaban en otra dirección, hasta poco tiempo antes eran solo unos cuantos miles de personas las que se jugaban la libertad y la vida por acabar con el franquismo.
Bueno, vale, pongamos que eran algunos más, sumando a todos cuantos estaban en contra el régimen… ¿unos cientos de miles? ¿tres o cuatro millones? El caso es que, por muchos que sumáramos, seguirían siendo minoría.
Tampoco es que la mayoría social fuera puro bunker, todos fanáticos franquistas. Probablemente no hubiera más de unos cientos de miles de fachas recalcitrantes, o quizás unos pocos millones si se quiere. Pero, aunque ahora quede feo reconocerlo, la mayoría social era franquista sin estridencias, lo que se llamó el “franquismo sociológico”.
Lo cual se explica no solo por la depuración brutal de quienes se opusieron al golpe del 36 y murieron en las trincheras, cunetas, campos de concentración o en el exilio, sino también por el éxito del aparato de represión y propaganda (con todas las iglesias del país a su servicio) que consiguió alcanzar buena parte de sus objetivos ideológicos en cuarenta años de dictadura.
El caso es que la mayoría social era moderadamente franquista, de pensamiento conservador, gente de orden con mucho miedo ante los cambios y la amenaza de una nueva guerra civil que se agitaba como un fantasma por el propio régimen, una mayoría conformista y conformada con las migajas del desarrollo en forma de casas baratas, seiscientos y televisores, que presumía de «no meterse en política», como recomendaba el viejo dictador.
Este es un dato que permite entender muchas cosas de aquella cuestionada “transición” que no fue -y no podía ser- “ruptura”.
No pretendo aquí rememorar al Abuelo Cebolleta, sino reconocer que Franco tenía bastante razón con aquello de «dejarlo todo atado y bien atado», y que, cuarenta años después, el franquismo sigue vivo entre nosotros.
Sigue vivo en la prepotencia desafiante de una derecha que se sabe vencedora y dominante, dueña de la patria y la bandera. Vivo en una Iglesia cuya jerarquía todavía celebra misas en memoria del dictador y parece competir consigo misma por hacer un discurso más reaccionario cada día, avanzando con paso firme hacia el pasado. Vivo en unos medios de comunicación que atizan el miedo, sacan al comunismo con cuernos del armario, mienten y manipulan sin pudor, en nombre de la libertad de expresión (¡tiene bemoles!).
Vivo en los reflejos autoritarios que exhiben –en la derecha pero también en la izquierda- muchos dirigentes políticos que hacen bueno aquello de “si quieres conocer a Fulanito, dale un carguito”.
Vivo en la mentalidad conservadora, miedosa, conformista de una mayoría de la población que prefiere lo malo conocido, ser gobernada por ladrones y corruptos reconocidos, antes de correr el riesgo del cambio.
Y vivo también en el enchufismo y la búsqueda de ventajismos particulares, los corporativismos, la falta de cuidado de lo público y lo común (lo que es de todos no es de nadie), la ausencia de educación cívica, la envidia del éxito ajeno, el patriotismo de casapuerta que saca a la calle a miles de personas para celebrar los triunfos del equipo de futbol local pero no para reclamar sus derechos…
El franquismo sigue vivo, profundamente arraigado en la mentalidad de muchas personas, de una amplia mayoría social que no sabe de civismo y de respeto al otro, de diálogo y convivencia, de participación y ciudadanía, que sigue presumiendo de rechazar la política… mientras se la hacen otros.
Y es bueno tenerlo en cuenta para no confundir los sueños de asaltos celestes con la realidad y no querer quemar etapas que necesariamente han de ser recorridas con tiempo y esfuerzo.
Y es que cualquier cambio social ha de empezar por las raíces, por las personas, por los valores y las actitudes. O sea, por la educación, la básica sí pero también la que es para la ciudadanía, que sigue siendo tan necesaria como cuando, hace ya más de un siglo, Joaquín Costa pedía para nuestro sufrido país “pan y escuela”.
Fotografía José Montero