Tanto la línea roja como la línea verde paran en Slussen. La esclusa que conecta el inmenso lago Mälaren con el mar Báltico es también la estación que une las dos caras más visibles de Estocolmo. Al sur, el barrio de Södermalm con sus pubs, tiendas independientes y todo el postureo hipster que tu barba pueda aguantar. Al norte, la ciudad vieja de Gamla Stan con sus calles llenas de tiendas de suvenires y sus casas de ventanas antiguas que dejan entrar poca luz y salir pocas sonrisas.
Tanto al sur como al norte de esta estación de Slussen, hay una fauna sueca particular. Slussen divide el archipiélago central de la capital de un modo más allá de lo físico. Al sur queda la bohemia, y al norte, el señorío. Más que un ojo experto, se necesita un oído acostumbrado a esta lengua escandinava para darte cuenta de que la barrera psicológica la han construido ellos mismos a base de abundar en sus propios tópicos. Pijos de un lado u otro de la esclusa se enorgullecen y aborrecen de la bici del uno, el barco del otro, la casa de campo que compraron en Lidingö, o el año que pasaron en Latinoamérica para descubrirse a sí mismos.
Hasta esta estación de Slussen llegó Miguel una nublada mañana de agosto cuando el termómetro marcaba unos veraniegos 17 grados. Llegó solo porque a Joaquín le había surgido un imprevisto y no podía hacerle de cicerone. “No pasa nada”, se dijo a sí mismo el bueno de Miguel.
Su amigo, que llevaba años ya viviendo en la capital sueca, le había explicado perfectamente cómo llegar en metro desde el barrio donde vivía. Un barrio sin bicis caras, barcos baratos o casas de campo. Un barrio donde la gente había llegado para encontrar pan, porque para encontrarse a sí mismos ya tenían un espejo.
Sin el ojo experto y el aguzado oído de su amigo, Miguel se encontraba ahora en el leve estado de sordoceguera en el que todos los turistas nos hemos encontrado alguna vez. Tanto había confiado en la guía de su amigo, que ahora se lamentaba de no haber pasado del top 5 en aquella web de viajes. “No pasa nada”, se volvió a repetir.
Según le habían dicho, desde esta estación podía llegar fácilmente a algunas de las mayores atracciones de la ciudad: El museo Vasa, con su barco hundido y enclaustrado; el parque de Skansen, donde podía ver la Suecia que ya no existía, y Gamla Stan, por cuyas calles dicen los negacionistas del GPS que deberías perderte.
Incapaz de tomar una decisión, Miguel optó por buscar un punto de información turística. Subió y bajó la calle de Götgatan varias veces mientras reunía valor para desempolvar su inglés y preguntar a algún viandante por la oficina de información. Reunido el coraje, preguntó hasta a tres personas, pero todos eran turistas. “No pasa nada”, musitó una vez más. Tomado ya el impulso, decidió entrar en una tienda de ropa para preguntar.
Al dependiente le bastaron diez titubeantes segundos del inglés de Miguel para comprender que era español. Ante la confirmación de este, el dependiente le contestó en perfecto chileno y le explicó que por allí no había ningún centro de información. Entre otras cosas porque el turismo, decía, se ejerce de forma activa en este país. “Los suecos no se preocupan de recibir turistas porque están demasiado ocupados preparando sus vacaciones, ¿cachai po?”, le dijo el dependiente. “Tenei que ir pa Gamla Stan que son tres cuadras de acá cruzando el puente chiquito y ya te dai tu paseo y te comei una korva bien sueca, po. De chill no más.”
Miguel salió de la tienda dando las gracias y pensando que de toda esa conversación lo único que le había quedado claro era que tenía que pasear por Gamla Stan y comer esa cosa llamada “korva”. Ya habría tiempo de averiguar que era un cachai y de visitar las cuadras otro día.
Una vez cruzado el puente, Miguel se adentró por una calle adoquinada en el corazón de la ciudad vieja. A su alrededor contemplaba a tantos y tantos turistas como él y trataba de averiguar de dónde eran. Rusos, italianos, chinos… Al menos por lo que podía reconocer de los idiomas, esas debían ser las nacionalidades. Los “gorgoritos” con los que identificaba el idioma sueco eran casi imperceptibles en aquel lugar. Entonces comenzó a comprender las palabras del dependiente. Efectivamente, Suecia se vaciaba de sus habitantes durante el verano. El clima que tenían que soportar los suecos durante los meses previos hacía que tomarse unas vacaciones se convirtiera en primera necesidad. Así que llegando el verano escapaban de su ciudad sin preocuparse mucho de quién pudiera entrar en su ausencia.
En los escaparates de las tiendas se repetían los cascos vikingos, los caballitos rojos y las camisetas amarillas y azules. Esta monótona policromía, sumada a la confusa sinfonía de idiomas, no hacía más que agudizar la sensación de sordoceguera turística de Miguel. Aún le quedaban tres sentidos en plenas facultades, así que, desechado el tacto por razones de pudor, siguió caminando en base al olfato y al gusto.
Decidido a probar la “korva” preguntó en varios restaurantes y cafeterías, hasta que descubrió decepcionado que un “korv” era un perrito caliente. “No pasa nada”, se repitió ya impaciente.
Los olores de la calle eran una mezcla de azúcar, pizza y patatas fritas. Un mapa de aromas familiares que no lo llevaban a ningún lugar.
Las cafeterías anunciaban auténtico “gelato italiano”, gofres con nutella y café. Los restaurantes ofrecían pizza, pasta y hamburguesas. Lo más exótico y sueco de la carta eran las albóndigas que tantas veces había comido en aquella tienda de muebles desmontados.
Dándose por vencido, Miguel se compró un helado de pistacho y puso rumbo de vuelta a Slussen mientras añoraba el sabor de aquel que había probado años atrás en su viaje a Sicilia. La leve lluvia que comenzaba a caer le hizo acelerar el paso. Aún con medio helado intacto llegó a la plaza donde estaba la estación del metro. Entonces lo vio: ¡Un puesto ambulante que vendía arenques!
Sin pensarlo dos veces, pidió el platillo más local: una típica tostada de pan duro con arenque, cebolla y eneldo. Le dio un mordisco y, sin llegar a degustar el sabor del plato, pudo saborear la victoria. En la mano izquierda, una pegajosa sensación en los dedos advertía de que el helado de pistachos comenzaba a derretirse, así que Miguel le dio un lametón y continuó con un nuevo mordisco al arenque.
Uno tras otro alternó los bocados de la tostada con el helado, inmerso en su particular éxtasis, hasta que por un momento las palabras de un rubio transeúnte lo sacaron de su trance: “Fy… Jävla turist”.
Miguel lo miró de reojo. “No pasa nada”, se dijo, y continuó comiendo bajo la lluvia.