Ilustración: María Gómez
La verdad no decible es Nefas,
Fas la verdad decible: así dicen los Autores.
En el mundo solo están vigentes las Verdades no decibles,
naturalmente, escritas con V mayúscula
Poema político, Pier Paolo Pasolini
La primera vez que nos citamos la esperaba en la terraza de una taberna, a la luz de un sol despintado por las sombras de unas azaleas colgantes. Apareció ante mí con una botella a medio llenar de Barceló, se presentó y me alargó obsequiosa el licor. Pero era solo verla y comprender que aquello no iba a ser un bolero con ron, como el de Pasión. Más bien la letanía de un vivir amargo.
Se sentó, enchufamos la grabadora y empezó a narrar aturulladamente las circunstancias que la mantenían desde hacía dos años en pleito con el Área de Personal del Ayuntamiento de Cádiz, entonces regido por el hoy concejal del Partido Popular José Blas Fernández. No se tomó ni un segundo de resuello hasta completar la historia. Y me contó que, trabajando de ordenanza en el Baluarte de la Candelaria, había sido sancionada disciplinariamente por el Ayuntamiento con la suspensión de trabajo y sueldo, que una compañera la había denunciado por sus malas interacciones con el público, que escribió unas cartas a Fernández que este tildó de obscenas y que dieron como resultado, de facto, su expulsión de la plantilla de empleados municipales. Entonces se perdió en un piélago de informes psiquiátricos y acciones jurídicas que obligaron al Ayuntamiento a suspender la sanción disciplinaria. Pero este recurrió la decisión judicial una y otra vez, y Cristina fue quedándose sin ánimo para seguir luchando, apagándose como la luz a punto de extinguir de los faroles que alumbraban la taberna cuando terminó de exponer su relato.
Un par de años después, habiendo superado ya el medio siglo de edad, se la vio a la puerta de la iglesia de Santiago, mendigando por caridad lo que debió tener por justicia. Y a continuación se fue desvaneciendo como un espectro, con su naturaleza posthumana, en ese paisaje de personas desheredadas del bienestar que deambulan por las calles del centro histórico de la ciudad. Hasta que un día, ninguno de sus amigos ni sus amigas la volvimos a ver jamás.
Cristina Rosales no era guapa, ni simpática, ni poseía muchas de esas que llaman habilidades sociales. Ni siquiera era hiperfemenina. Había días que ni se afeitaba. Pero era una mujer trans por decisión propia y así lo había hecho constar en cuanto pudo en su carné de identidad. Podía haber vivido en algunos de esos países donde ya se está implementando el llamado ‘cupo transexual’ (la reserva de una serie de empleos en las administraciones públicas) para atender el alto grado de vulnerabilidad social de este colectivo. O quizás no tan lejos. Tal vez en el Ayuntamiento de Posadas, en Córdoba, que ya ha incluido a las personas transexuales en sus planes de empleo, en virtud de una Ley Andaluza de Transexualidad que, en muchos aspectos, como el laboral, no termina de arrancar.
Sin embargo, se encontró con el envés de todo ese maremágnum legislativo que trata de acabar, aunque raras veces lo consigue, con ciertas formas estructurales de desigualdad y discriminación. Se encontró con el Ayuntamiento de Cádiz en ese periodo megalómano y desalmado de su historia que hoy llamamos el ‘Teofilato’. Y como los árboles en una inundación, se vio arrastrada por una corriente de fuerza impredecible hasta el alcantarillado de la iniquidad.
Hace tiempo que no hablo en persona con el señor Fernández. Casi el mismo que con Cristina. Sin embargo, si pudiera, le preguntaría cómo es sentarse a buena mesa, bien servida, rodeada de prohombres que tal vez estén acostumbrados a firmar sin temblor en el pulso decisiones como aquella sanción disciplinaria, “de los que tienen garras para el arpa”, Benedetti dixit, sin que el fantasma de Cristina les aceche cual convidado de piedra.
A veces, yo también sueño con esa mesa. Sueño y no veo en ella más que sombras alargadas de un Cádiz crepuscular, de una Andalucía cortijera a punto de periclitar, de una clase de cinismo político en franco retroceso que apela constantemente a los gaditanos de bien, para escindirlos de los gaditanos ‘de mal’, para interrumpir la melodía del arpa desgarrada por las estilográficas de quienes pueden firmar el desahucio social de personas como Cristina sin que les repita ni les dé ardores el vinagre de la ensalada. Y, siempre que tengo este sueño, suena de fondo la misma canción: Los sueños son tan sencillos. Soñar no cuesta dinero. En la calle del Almíbar. Del barrio del Caramelo.